Pintor, marica y libertaria
Ocaña siempre optó por la alegría como forma de rebelión, como expresión del artista que era. Es el ejemplo máximo de la cultura mestiza que vibró en Barcelona en los setenta
Aunque detesto esa permanente lectura generacional con la que ahora se observa cualquier acontecimiento y que va a terminar por meternos a cada uno en la casilla de la edad, hay que reconocer que el mito de Ocaña, José Pérez Ocaña, impregnó como un rayo iluminador a una juventud que quería librarse de la ética severa de la progresía antifranquista. Ocaña era tan moderno que viendo el documental que, con justicia, le ha dedicado Imprescindibles es difícil creer que naciera en 1947 porque su manera de expresarse, incluso la manera de vestir, más allá de cuando iba travestido, podría ser la de un joven fantasioso de ahora. Los que no paseábamos por las Ramblas supimos de Ocaña por la película de Ventura Pons que retrató al pintor que no se conformaba con el lienzo sino que extendía su necesidad de expresarse a la calle, a enseñar el culo y la polla después de haber cantado Ojos verdes. No era un representante del underground sino alguien que quería sacudir de olor a rancio la cultura popular que había mamado de chico, en Cantallana, el pueblo de Sevilla en el que creció y en el que recibió los primeros correctivos por ser niño marica y no ocultarlo; pero nunca renunció a ese mundo de vírgenes barrocas, de imaginería religiosa que con mayor o menor obscenidad trasladó a su presente con una devoción irrenunciable por la dramática cultura popular que lo hermana con Lorca en el sentir y con Chagall en la pincelada.
Ocaña habla con el desparpajo del chico emigrado que huye de su pueblo y se planta en el barrio que entonces era el más libre de España y Latinoamérica, ese entramado de calles alrededor de las Ramblas en el que de manera consciente o no confluyeron los libertarios de conciencia o corazón, almas marginales y transgresores que ponían su cuerpo en riesgo, sin trampa ni cartón, sin un paraguas cultural bajo el que explicar concepto alguno sino a la cruda intemperie. Ahí estaba Ocaña, joven con acento de pueblo, sin bagaje universitario, obrero antes que nada, con una inteligencia pura y sorprendente que le valió más que cualquier educación académica. Logró convertirse en un personaje popular de la calle, aunque no cuadraba ni con las tribus ideológicas de entonces ni con los gais más ortodoxos: en la primera manifestación del Orgullo celebrada en el 78 se resistieron a mostrarlo en primera fila. Los maricones, cuenta Nazario, no querían verse representados por los maricas, por maricas travestidos que, como Ocaña, no pretendían incorporarse a una normalidad sino todo lo contrario: exigían su derecho a ser diferentes.
Aunque la melancolía de la burla que soportó de niño le asomaba a la mirada siempre optó por la alegría como forma de rebelión, como expresión del artista que era. Su travestismo formaba parte de la performance con la que adornaba su obra plástica. Ocaña es el ejemplo máximo de aquella cultura mestiza que vibró en Barcelona, a la que luego venció la heroína y el sida, buenas excusas finalmente para la limpieza absoluta de las clases populares de los centros urbanos que, tras resistir a tan implacables enemigos, fueron desalojadas de su pequeña patria.
Es casi un ejercicio de resistencia escuchar las palabras de Ocaña, el estilo tan poco doctrinario de su habla. Emociona recordar que murió a causa del fuego que le prendió el disfraz cuando desfilaba vestido de sol en una fiesta que él mismo había diseñado para los niños de su pueblo. Siempre había fantaseado con la magnitud de su entierro y no se equivocó: sus paisanos salieron masivamente a dar el último adiós a un chico de solo 36 años. Carlos Cano le dedicó el precioso Romance a Ocaña que hoy debería escucharse en las bocas de quienes siguen buscando su lugar en el mundo: “Ay, se fue/ se fue vestida de día/ ay, se fue/ se fue vestida de sol/ ay, se fue/ las malas lenguas decían/ que el fuego la prendería/ el fuego del corazón”.
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