_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El Reino Unido que no podrá ver Jo Cox

La diputada laborista asesinada en 2016 jamás sabrá que su muerte sentó un precedente extraño y oscuro

Ilustración de Sr. García para la tribuna ‘El Reino Unido que no podrá ver Jo Cox‘, de Lucía Lijtmaer, 2 de julio de 2024
Sr. García
Lucía Lijtmaer

Una mujer guapa. Eso pienso. Una mujer de ojos claros, sonrisa radiante, y la mirada de la determinación. Jo Cox nos mira desde cualquiera de las imágenes que busquemos de ella y esos son los tres rasgos que más destacan de ella. En cualquiera de los obituarios que se pueden leer sobre la política laborista asesinada en 2016, a los 42 años, se hace gala de todo lo que hizo en tan poco tiempo.

Nacida en 1974 y criada en un entorno de clase trabajadora en Yorkshire, fue la primera de su familia en acceder a la universidad. Y no a cualquiera, sino a la Universidad de Cambridge, donde le costó adaptarse al ambiente elitista y privilegiado. Aun así, logró hacer grandes amigos y se licenció en Ciencias Políticas. Iba lanzada hacia lo que acabó siendo su mayor preocupación: ayudar a aquellos con menos recursos en todas las escalas, desde su propia región a refugiados y niños afectados por conflictos internacionales. Lo hizo primero desde oenegés y como asesora a distintos miembros del Parlamento de corte laborista.

Mientras Jo Cox se inicia en la política activa, el Reino Unido está en plena metamorfosis. Son los años en que los pubs dan paso a los wine bars o bares de vinos refinados, en los que el pop nacional —conocido como britpop— se convierte en una moda que recorre el mundo y Tony Blair se hace fotos con los miembros de las bandas más conocidas en plena campaña electoral para acceder a Downing Street. Se populariza el término Cool Britannia, que remite a una vuelta triunfal de la centralidad de la cultura británica a la cultura pop —inspirada en el poema Second Coming, de W.B. Yeats—, y se celebra constantemente la bandera, la Union Jack, en todos sus formatos. La bonanza económica permite una cultura del lujo en la que se mezclan los Beckham, Oasis y la especulación inmobiliaria para las Olimpiadas de Londres en 2012.

Los finales de los noventa y principios de los dos mil son en el Reino Unido la era de la ironía fina o el sarcasmo más crudo. Los tabloides, ya de por sí feroces, compiten con una nueva cultura en los medios, la del lad, que auparon revistas de amplia circulación como Loaded o FHM, dirigidas a un público masculino y heterosexual en las que el discurso celebra posiciones anti intelectuales, y se desprecia la cultura en favor del sexismo, el fútbol y las farras alcohólicas.

El idealismo político de Cox no tiene espacio en esta resignificación de Albión en la que hasta Tony Blair le da un lavado de cara a su propio partido y lo bautiza como New Labour. Nadie quiere identificarse con viejos postulados en el momento de crecimiento económico más sostenido y estable de los últimos 200 años.

Uno de sus mejores amigos de la universidad, Dorian Lynskey, relataba en un emocionante obituario sobre su amiga fallecida cómo durante todos esos años veían a Cox trabajar incansablemente en causas humanitarias, cada día más involucrada en la política parlamentaria, mientras ellos iban a fiestas, cócteles y conciertos. No había tiempo que perder y todo el mundo parecía estar pasándoselo bien menos Jo.

Como suele suceder, todo movimiento social acaba siendo pendular. Después del gran entusiasmo y la celebración patriótica, en el Reino Unido llegaron los años del desencanto. La guerra de Irak tuvo un costo importante y, pese a que Blair logró consolidar políticas redistributivas que no dejaron las desigualdades de décadas anteriores con Thatcher para la clase trabajadora, comenzaba a imponerse un fenómeno social que se consolidaría durante los primeros diez años del nuevo milenio: pese a la crisis económica mundial que empezó con Lehman Brothers, el mercado inmobiliario de las grandes megalópolis como Londres siguió subiendo. El favorecimiento de la compra en vez del alquiler, la proliferación del turismo sin control y el auge de los distritos financieros globales y las grandes fortunas —Londres era en 2022 la cuarta ciudad más rica y que concentraba más millonarios en todo el mundo— modificó el hábitat de ciudades que eran consideradas el hogar de las clases medias y la pequeña burguesía.

En este contexto, Jo Cox entra a trabajar en el Parlamento como diputada en 2015. No está de más recordar a qué Parlamento entra: tras un gobierno del laborista Gordon Brown, David Cameron ha ganado en dos elecciones el gobierno para los tories, eso sí, en coalición. En ese año, ya comienza a hacer mella el euroescepticismo, y Nigel Farage, líder de UKIP, con políticas anti inmigrantes y uno de los principales partidarios del Brexit, consigue tres millones de votos.

Cox, que había sido elegida como miembro del Parlamento entre una lista de varias mujeres, se encuentra de lleno en un espacio muy conservador y muy masculinizado, y se convierte enseguida en una de las voces más notables de un partido laborista en crisis. Establece alianzas con políticos de sectores contrarios para defender una política exterior no beligerante, escribe a favor de la migración y en contra del Brexit. Trabajó de manera específica investigando casos de islamofobia, contra el bloqueo en la franja de Gaza y para paliar una de las grandes epidemias del Reino Unido: la soledad.

Cox es en ese momento una mujer joven, entusiasta y de clase trabajadora con dos hijos, aún una rareza en un ambiente tan estratificado como el de la alta política londinense. Sé de lo que hablo: en alguna ocasión que pude estar en los pasillos del Parlamento, conseguí llegar a uno de los pubs que hay en su interior. Su público eran enteramente hombres mayores de 60 años tomando pintas de cerveza, a los que una campanilla les avisaba cuando tenían que ir a votar una u otra ley.

Jo Cox fue asesinada en plena campaña del referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea en junio de 2016. Thomas Mair, de 52 años, vinculado al grupo neonazi estadounidense Alianza Nacional, le disparó y apuñaló reiteradas veces en una aparición pública, al grito de “Gran Bretaña primero”. Pese al shock que supuso, tanto nacional como internacional, la narrativa al principio lo tachó de un loco, un lobo solitario enajenado. Lo cierto es que, como advertía la investigación del think tank RUSI, la amenaza del terrorismo de extrema derecha se ha convertido en una preocupación cada vez mayor para los servicios policiales, de inteligencia y de seguridad del Reino Unido. El caso de Cox venía precedido del asesinato en 2013 en Reino Unido de Muhammed Saleem por parte del estudiante ucranio Pavlo Lapshyn (que también atacó tres mezquitas con artefactos explosivos).

Jo Cox cumpliría en estos días 50 años. A pocos días de las elecciones en las que los laboristas se pelean por alcanzar de nuevo el poder, recuerdo a otras mujeres jóvenes como ella en el metro de Londres, vestidas con el uniforme clásico de oficinista inglesa: falda por debajo de la rodilla, zapatos cómodos, y camisa blanca. El metro, junto al pub, es uno de los pocos espacios interclasistas que quedan en Londres. Se mezclan yuppies, estudiantes, camareros. A estas alturas del año, la mayoría se aflojan la corbata, se quitan las medias y resoplan por el calor. Ya ha pasado la primavera y el verano se les echa encima.

A veces pienso en Jo Cox y en el obituario de su amigo. En él cuenta, emocionado, como pasaron el fin de año bailando en una fiesta en 1999. Cuando alguien muere repentinamente, queda fijado, como congelado en el tiempo para siempre. Cox no vivió el Brexit, el ascenso de la ultraderecha en Europa, jamás sabrá que su muerte sentó un precedente extraño y oscuro, o que su asesino es glorificado en foros de extremistas. No podrá disfrutar de que se había convertido en una de las principales candidatas a futuro de su partido. Hasta los tories miraban su ascenso con preocupación.

A pocos días de las elecciones, su rostro joven reaparece, algo diluido para muchos, aún muy presente para mí, quizás por ese mismo obituario en el que su amigo recuerda lo que es ser joven y bailar hasta el amanecer cuando tienes toda la vida por delante.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Lucía Lijtmaer
Escritora y crítica cultural. Es autora de la crónica híbrida 'Casi nada que ponerte'; el ensayo 'Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta' y la novela 'Cauterio', traducida al inglés, francés, alemán e italiano. Codirige junto con Isa Calderón el podcast cultural 'Deforme Semanal', merecedor de dos Premios Ondas.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_