La necesidad de reflexionar sobre la inseguridad en América Latina
Finalmente se está produciendo una coalición de intereses y actores para tratar entre todos un problema multinivel y multicontinental
América Latina es la región más pacífica; la ausencia de guerras entre sus países hace que desde hace décadas se diferencie del resto de regiones del mundo. Sin embargo, lejos de vivir en calma, los latinoamericanos tienen miedo. Más del 76%, según datos del Latinobarómetro, temen ser víctimas de un delito. A este miedo se unen otros temores que persiguen a los habitantes de la región. La baja confianza interpersonal o la incertidumbre ante el futuro les hacen recelosos, y les afecta de forma muy considerable en sus acciones cotidianas. Al final, la inseguridad y el miedo son limitantes de la libertad de las personas, y del desarrollo económico.
No se trata de temores infundados: 40 de las 50 ciudades del mundo con más homicidios se ubican en esta región. Sin embargo, la violencia no afecta a todos de igual modo; ni tampoco todos tienen la misma capacidad para afrontarla. El creciente mercado de la seguridad —de sistemas de vigilancia, alarmas o guardas—, está al alcance de pocos. Mientras, las personas socialmente más vulnerables son las más perjudicadas por la coacción criminal, y la violencia física es especialmente intensa contra los jóvenes y las mujeres.
En América Latina ocurre una paradoja: a pesar de los avances sociales, de la relativa resiliencia de la democracia y de la mejora de las instituciones públicas —incluso durante la pandemia—, la criminalidad se ha diseminado de forma muy exitosa. Se ha generado una simbiosis entre las estructuras criminales de acción regional —especialmente, de los archiconocidos cárteles de la droga— con las estructuras locales. El trabajo del crimen se ha complejizado, su portafolio de delitos se ha ampliado, y la división de tareas y beneficios entre las distintas estructuras se ha convertido en una gran cadena de valor agregado intrarregional.
Acercarse a la inseguridad latinoamericana requiere de una gran y cuidadosa atención. Lo que parece un contagio regional es en realidad una compleja red de estructuras, interacciones y articulaciones locales, con resultados distintos en cada país. La creación de mercados ilegales, la intensidad de la violencia ligada a la criminalidad, y la expansión y ampliación de los tráficos ilícitos —especialmente de la minería ilegal del oro y del tráfico de personas—, dejan muchas preguntas por responder. Buena parte de estas preguntas tienen que ver con la incapacidad del Estado para contener el delito y con la aceptación de la ilegalidad dentro del sistema social.
El crimen genera mercados criminales, no solo hacia el exterior, sino también dentro de los países. Esto a su vez exhorta a mirar con más detalle al narcotráfico, la causa más evidente de inseguridad en la región. El narcotráfico se convirtió en una obsesión por la popular “guerra contra las drogas”, que ya se ha quedado desfasada, tanto por sus métodos de control, evidentemente fallidos, como por su comprensión de la evolución del fenómeno. A su vez, el narcotráfico ha restringido el debate sobre las políticas de seguridad al asunto del régimen internacional de drogas, dejando de lado sus causas sociales y los impactos colaterales de la prohibición.
Por eso, ante la crisis de inseguridad regional, hace falta una reflexión profunda que plantee, en primer lugar, la pregunta sobre las propias dimensiones de la inseguridad y sus expresiones locales. Y que se interrogue, además, sobre cómo la corrupción, la debilidad de los sistemas judiciales, la inseguridad jurídica y la debilidad institucional alimentan el fenómeno criminal.
Es necesario acercarse a las dimensiones sociales, intentando dilucidar por qué la criminalidad es tan violenta en determinados contextos, y examinar especialmente por qué se producen ciclos de violencia intergeneracional que parece que no pueden romperse. Antes de erigir más macro cárceles, hay que analizar cómo el sistema penitenciario se convirtió en un aliciente para el fortalecimiento de las estructuras criminales y, sobre todo, hay que encauzar los procesos judiciales respetando las garantías del Estado de derecho, bajo el objetivo de disminuir el crimen, no de criminalizar masivamente a determinados sectores sociales.
Se hace preciso, en suma, comprender que buena parte del crimen organizado —y de las estructuras sociales que se han creado a su alrededor— son auténticos sistemas de gobierno paralelo, con una alta capacidad de depredación de las economías locales. El problema no está solo en los tráficos ilícitos internacionales; los latinoamericanos sufren continuamente la extorsión, el delito menor y la coerción.
Todas estas cuestiones requieren, en segundo lugar, que se establezca un diálogo profundo entre la academia, el sector público, las fuerzas de seguridad, los medios de comunicación y, cómo no, el sector privado y el tercer sector. Un problema de tal envergadura e impacto requiere esfuerzos coordinados y objetivos comunes, en el que las empresas tienen que formar parte de las soluciones de largo plazo, sostenibles y beneficiosas para sus propios intereses.
En tercer lugar, hay que entender que el problema de la seguridad debe abordarse desde una gobernanza multinivel, que ponga el énfasis en los entornos urbanos y en sus gobiernos. Además, no se producirán soluciones de largo plazo si no se afrontan los desafíos regionales. Cuánto se echa de menos una Latinoamérica integrada, capaz de debatir y actuar conjuntamente frente a sus desafíos comunes, y que pueda plantear demandas compartidas al Norte global como, por ejemplo, las relativas al fortalecimiento de los sistemas de control de lavado de activos.
En este sentido, Europa no es un mero espectador en un asunto que cada vez llama más y con mayor fuerza a sus puertas, y sobre el que, de hecho, tiene que aprender de los éxitos y fracasos de América Latina. Recuérdese que ambas regiones viven en la actualidad un aumento de las tendencias políticas extremistas que se aprovechan del fenómeno de la inseguridad para justificar sus derivas autoritarias y antidemocráticas.
Finalmente, no hay que perder de vista que la desesperación de los latinoamericanos necesita respuestas que no pueden esperar al largo plazo de las grandes reformas sociales. Esto aboca a los tomadores de decisiones a enfrentar un escenario especialmente complejo, combinando medidas efectivas de corto plazo con fórmulas sostenibles para el largo plazo en un marco de debilidad fiscal.
La buena noticia, en medio de la tragedia, es que finalmente se está produciendo una coalición de intereses y actores. La política de seguridad de los modelos autoritarios ha dado paso a reflexiones alternativas de carácter regional sobre el camino a seguir. En consecuencia, los distintos actores multilaterales del desarrollo han incorporado la seguridad de forma transversal en sus agendas; además, la voz de la academia empieza a encontrar eco en el espacio mediático, y se ha vuelto a poner el foco en la violencia que sufren los y las defensoras de los derechos humanos, ambientales y sociales.
Quizás uno de los caminos más importantes a explorar es el enfoque de “Seguridad Humana” que ha transitado un largo camino desde su nacimiento en 1994, en el seno del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas, y que nos habla no solo de la protección de las personas, sino de su potenciación, brindándoles medios para que puedan desarrollarse por sí mismas.
El objetivo fundamental planteado ya entonces es hoy en día la demanda más popular en Latinoamérica: “Libertad frente al miedo”.
Con el objetivo de abordar esta compleja situación y proponer alternativas desde la Cooperación Española, la Fundación Carolina, el Centro Internacional de Toledo para la Paz y el Grupo Prisa (editor de EL PAÍS) —con el apoyo de CAF-Banco de Desarrollo, la Organización de Estados Iberoamericanos y el Banco Interamericano de Desarrollo—, lanzan esta semana, en la Casa de América de Madrid, un ciclo de debate y reflexión sobre “Seguridad en América Latina”. En él participarán especialistas, académicos, periodistas, empresas e instituciones multilaterales, con el objetivo de contribuir a construir una alianza de actores internacionales por una seguridad humana y sostenible.
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