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Columna
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Poco nos pasa

La desorientación de los conservadores explica la crisis de las democracias y el ascenso de la ultraderecha; tampoco las izquierdas encuentran la valentía ni la sagacidad para abordar los temas con los que los ultras se llevan el gato al agua

Máriam M Bascuñán / Poco nos pasa
del hambre
Máriam Martínez-Bascuñán

La previsible victoria de los laboristas británicos no es más que un espejismo. Aunque su desconocido líder, Keir Starmer, desaloje a Rishi Sunak de Downing Street, la revuelta populista avanza. Los sondeos vaticinan el triunfo del inclasificable programa del laborismo británico, una mezcla entre conservadurismo y religión tecnocrática que nadie sensato calificaría de izquierdas, pero el charlatán que abrió las puertas al terremoto del Brexit ocupa de nuevo la tribuna mediática. Hablo, por supuesto, del chamán reaccionario por excelencia, el exlíder del UKIP, Nigel Farage. Al parecer, será elegido para la Cámara de los Comunes y ya habla de “mover las placas tectónicas”. Algunos tories le tientan para que lidere al Partido Conservador tras las elecciones del 4 de julio. Lo que nos faltaba.

Ya sabemos que la desorientación de la familia conservadora es una de las claves que explica la crisis de las democracias y el ascenso de la ultraderecha, pero también que las izquierdas, incapaces de articular un lenguaje que conecte con las ansiedades y el resentimiento del electorado, no encuentran la valentía ni la sagacidad para abordar los temas con los que los ultras se llevan el gato al agua. Es curioso que el calificativo que nos viene a la cabeza cuando hablamos de un ultra sea el de charlatán o demagogo, cuando lo cierto es que esa cháchara ampulosa consigue conectar con lo que muchos votantes experimentan en sus vidas. Al otro lado, agoniza en forma y fondo un tipo de discurso en peligro de extinción. Recuerden la inexplicable espantada de Rishi Sunak el Día D. Alguien que abandona una celebración tan simbólica y relevante por un acto de campaña en un contexto como el actual es un político que no se entera de nada. Dice John Gray que el error de Sunak representa el “final de una clase política que gobernaba sin entender a sus gobernados”, pero quizá evidencie un problema más profundo que explica el éxito del populismo: eludir la política misma, con sus dilemas y su complejidad.

Nos movemos entre la verdad del experto, con su lenguaje inaccesible, y el parloteo vacío del político presuntuoso. Ayuso es un ejemplo patrio, pero no el único. En medio de tanta guerrilla de vuelo gallináceo todavía nos preguntamos cómo es posible que nuestro tecnocrático ministro de Economía no sea escuchado o fiscalizado. La economía está fuera de la conversación porque no forma parte de la guerra cultural y tampoco es que nos esforcemos por hacerla inteligible. Pero el populismo, recuerda Gray, es también la repolitización de los temas que el consenso progresista consideró demasiado importantes como para dejarlos a la elección democrática. La trampa de la tecnocracia es presentarse como la solución eficaz que todos anhelamos, pero no es más que la imposición de unos valores ajenos a buena parte de la ciudadanía. Llevar razón no basta para legitimar una política: imponerla por ser una verdad científica o moral es otra forma de ser antipolítico. Ha pasado con alguna ley de igualdad y ocurre con la inmigración o el cambio climático. Y también con la inteligencia artificial, aunque ahora sea el Papa quien nos la explica. Obviando qué pinta el jefe divino de la reacción global en una cumbre del G-7, no olviden que, tras su espantosa clase sobre ética, Bergoglio se fue a abrazar a Milei, quien mueve hilos para que desaparezca toda traba ética y legal sobre la investigación en IA en su paraíso ordoliberal. En fin, poco nos pasa.

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