Ni equipos marrulleros ni árbitros caseros
El fenómeno de las racionalizaciones partidistas se está trasladando a la evaluación de la actividad del poder judicial, percibida de forma creciente como guiada más por intereses políticos que técnico-jurídicos
Dime a qué bando te adscribes y te diré qué piensas sobre este u otro asunto público. De paso te diré los medios que consumes o las personas a las que sigues en las redes sociales. Lo cierto es que la adscripción a una determinada identidad política parece haber absorbido toda capacidad para mantener una distancia crítica hacia las posiciones de nuestro grupo de referencia. Lo que en la democracia se veía siempre como una virtud, el gozar de autonomía de criterio, el fundamento del pluralismo, se percibe ahora como debilidad. Es más, como algo equivalente a “pasarse al enemigo”. El resultado es que se “piensa por batallones”, como decía Javier Pradera, y este síndrome se ha acentuado con la polarización y, en particular, con la aparición de una política cada vez más compleja en la que la escisión nosotros/ellos cumple la función de reducirla.
Traigo esto a colación porque el fenómeno de las racionalizaciones partidistas se está trasladando a la evaluación de la actividad del poder judicial, percibida de forma creciente como guiada más por intereses políticos que técnico-jurídicos. La máxima aquí sería la siguiente: dime a quién beneficia una determinada sentencia que interfiere en el posicionamiento político de grupos en disputa y te diré el color político del juez o tribunal que la dicta. Y lo mismo vale para el comportamiento de los fiscales o los magistrados del Tribunal Constitucional. Hasta que las sentencias las dicte algún robot de IA, si alguna vez llega a ocurrir, es obvio que los jueces tienen sesgos ideológicos, pero hay que presumir que son la boca de la ley, no la boca de este u otro partido. Para intentar justificar por qué esto es así, el catedrático Andrés Ollero, exmiembro del Constitucional y que tantas veces fuera acusado de partidista por haber sido en su día diputado del PP, escribió el libro Votos particulares, en el que muestra cómo 33 veces disintió del voto mayoritario de sentencias consideradas conservadoras y 36 de las progresistas. Muy sesgado no debía de estar. Seguro que podemos encontrar ejemplos similares de magistrados del otro lado.
Si esto es así, ¿por qué el PP se niega en redondo a renovar el CGPJ? O, ¿por qué actúa el fiscal general con la apariencia de un delegado del Gobierno? O, ¿cómo es posible que el actual Constitucional sentencie siempre reproduciendo milimétricamente su presunta distribución ideológica? El ciudadano de a pie tiene buenas razones para pensar que hay una indudable interferencia política en la vida judicial, y que aquí también se “sentencia por batallones”, como si el derecho fuera un chicle que puede extenderse de forma casi ilimitada en la dirección querida. Los medios tampoco ayudan. Si se fijan, en la última sentencia de ese tribunal sobre el caso de los ERE, los medios favorables al Gobierno compraron unánimemente las razones de la mayoría, mientras que los de la oposición porfiaron por denigrarla. Cero disidencias en cada uno de ellos. Pero a menos que se leyeran unos y otros no había forma de enterarse de los argumentos en disputa para poder acceder a un criterio propio. Lo complejo se liquida aproximándolo a las posiciones de parte, no haciendo pedagogía.
Las instituciones del Estado de derecho son ahora mismo la víctima propiciatoria de las pulsiones iliberales que presionan por doquier. Es obligación de todos defenderlas, pero sobre todo de explicar su sentido dentro del sistema. Y tengo para mí que este reside en su incómodo papel de árbitro. El de las fuerzas políticas es el de enfrentarse entre sí y hacerlo sujetándose a las normas; el del árbitro es el de aplicarlas, sin favoritismos. No queremos equipos marrulleros, pero tampoco árbitros caseros.
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