El espíritu y alma de Europa
Existe un modelo llamado federalismo que no es la pura dispersión del poder: se basa en la conexión entre derechos y democracia.
¿Creemos en una política basada en el diálogo y el pacto? ¿Están cansados de la polarización y el permanente rechazo del acuerdo? ¿Les gusta ser definidos desde una sola identidad blindada y excluyente, fundamentada en la desconfianza hacia los otros y hacia las pérfidas instituciones democráticas? ¿Se identifican con la lógica del insulto o la mentira sistemática, con la normalización de la brutalidad retórica, las visiones catastrofistas o los discursos que nos sitúan en el abismo de la excepción? ¿Confían en el autoritarismo redentor? ¿Prefieren la solidaridad o el egoísmo nacionalista, la parálisis de la nación eterna o un horizonte hacia el que caminar juntos? ¿Y qué me dicen de una idea de poder limitado, compartido y delegado frente al fetichismo de la soberanía? ¿Piensan, en fin, que es preferible aspirar a los pactos entre iguales y a la cooperación institucional o apuestan por el intercambio de votos por favores?
No lo hemos escuchado en estas elecciones, pero existe un estilo político que ofrece un modelo llamado federalismo, palabra que etimológicamente se refiere al pacto y la confianza. No es la pura dispersión del poder: se basa en la conexión entre derechos y democracia. No es tampoco mera verborrea, sino un marco interpretativo para hacer política en fondos y formas. No es una utopía brumosa: es realista, pues reconoce nuestra interdependencia y la democratiza a través de la solidaridad. En fin, no les descubro la pólvora. La idea empezó a tomar forma tras la I Guerra Mundial. Hablaba de una Europa supranacional, de unión aduanera y de un ejército europeo, incluso de la posibilidad de intervenir Estados en caso de regresión democrática. Fue bandera de resistencia durante la II Guerra Mundial y defendida por los padres y madres fundadores de Europa, como Ursula Hirschmann o Altiero Spinelli.
Esta idea de federalismo podría confrontar al único bloque que parece presentarse a estas elecciones con cierta coherencia, aunque en realidad no la tenga. Hablo del ultraeuropeísmo defendido por los Meloni, Le Pen y Abascal. Lo que los define es su oportunismo, pero no son de fiar. Ningún nacionalista lo es. Miren si no lo poco que tardaron Polonia y Hungría en darse la espalda tras la invasión rusa contra Ucrania. Por no hablar de Meloni, hoy alumna disciplinada de Bruselas al necesitar a Europa en cuestiones migratorias y financieras. ¿Pero cómo creen que se entenderá con los ultras austriacos, alemanes u holandeses cuando se les pida compartir su dinero con Italia, España o Grecia? Este egoísmo es una forma de xenofobia que solo aparece cuando no existe una identidad común basada en valores compartidos.
Qué fácil es este ultraeuropeísmo tras ver el desastre del Brexit. Cuan convincente sonaba Le Pen defendiendo el Frexit antes del suicidio británico y qué tierna aparecía en la convención abascalina de mayo llamando a “revivir Europa”. Será, supongo, después de que ella y sus compinches la asesinen. Y qué bisoñez la de los populares pensando que Meloni será diferente de Berlusconi u Orbán. Lo contaba el director de Le Monde en un editorial: circulan ideas que hace poco se consideraban vergonzosas mientras dirigentes, periodistas y opinión pública nos hemos “aclimatado poco a poco a la sensación de que todo esto no es tan grave”. ¿Qué ha ocurrido para que la confianza haya cambiado de bando, para que quienes debieran hablar del espíritu y el alma de Europa hayan renunciado a defenderlo sin complejos?
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