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Columna
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Hambre de inmortalidad

Lo de apasionarse con el deseo de durar para siempre, no importa si en forma carnal o espiritual, o simplemente en la memoria frágil de la especie, está muy bien

Vista del cementerio de Celanova, en Ourense.
Vista del cementerio de Celanova, en Ourense.ÓSCAR CORRAL

Aprovecharé para revelar que profeso una disposición suspicaz, de una suspicacia a la guipuzcoana, envuelta en silencio y disimulo, frente a los hombres temperamentales, de presunto carácter fuerte, a la manera de Unamuno, a cuyos libros, no obstante, vuelvo de vez en cuando. Me he acordado estos días del “hambre de inmortalidad” a que él se refiere en el capítulo III de Del sentimiento trágico de la vida, un libro que, sin ánimo de ofender (y si ofendo, me da igual), a mí siempre me ha parecido bastante cómico. ¿Lo tendré por eso tan subrayado y releído? Lo de apasionarse con el deseo de durar para siempre, no importa si en forma carnal o espiritual, o simplemente en la memoria frágil de la especie, está muy bien. Es innegable la evidencia de su provecho civilizatorio. El apetito de eternidad estimula la acción creativa; por eso, aunque estoy lejos de padecerlo, lo perdono fácilmente a condición de que conduzca a resultados de interés científico y cultural. No ignoro el mérito de eludir el efecto corrosivo del tiempo de quienes se perpetuaron unos cuantos siglos en una pirámide de Egipto, en un arco de triunfo o en 32 sonatas para piano. La mayoría habrá de conformarse con un nombre y unas fechas grabados en una lápida funeraria. Claro que figurar en la antología del mundo supone una inmortalidad precaria de la que no suele enterarse el beneficiario. ¿Quién fue Homero, cómo era la cara de Cervantes, cómo sonaba la voz de Louise Farrenc? Y luego está la parte ruin de la inmortalidad, el denominado erostratismo, por Eróstrato, que pegó fuego al templo de Artemisa para que la posteridad hablase de él. Hay muchos de su calaña: el que mató a Lennon, el que desató la Shoah y tantos otros cuya crueldad se estudia en los colegios. Uno prefiere vivir exento del apetito aquel que decía Unamuno, disfrutar de lo disfrutable, no hacer daño a nadie y salir de escena con elegante aceptación cuando llegue la hora.

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