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Tribuna
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El síndrome de Eróstrato

Las noticias sobre el sensacionalista proceso contra Alí Agca, actor grandilocuente y efectista del show business judicial italiano, me ha hecho pensar en aquel efesio que, según aprendimos en el colegio, para inmortalizar su nombre y pasar a la historia prendió fuego al templo de Artemisa en Éfeso la misma noche en que nació Alejandro Magno. Los efesios lo ejecutaron y prohibieron, bajo pena de muerte, que el nombre maldito del incendiario fuese pronunciado. Pero la precaución severa de los efesios no podría impedir que a la larga el nombre de Eróstrato pasara a todas las enciclopedias, ni que Sartre, futuro Premio Nobel de Literatura, diese su nombre infame a uno de sus relatos contenidos en El muro. Alí Agca encarna muy bien el síndrome de Eróstrato, el de la necesidad compulsiva de notoriedad pública a cualquier precio, que es un síndrome generado inevitablemente por la iconocracia que rige nuestra cultura de la era electrónica, principal definidora de nuestra sociedad televisual, que proporciona el tejido comunicativo que hace también posible al Estado-espectáculo.La primacía del 'look'

Cuando me refiero a iconocracia, me refiero a ella en varios sentidos. En primer lugar, vivimos en una sociedad iconocrata porque en ella impera el triunfo de las apariencias, la primacía del look, el poder de los líderes seductores, de los jóvenes ejecutivos, de las mujeres atractivas. La ejemplaridad de los arquetipos sociales exaltados y difundidos por la imagen icónica en la tribuna y el escenario del televisor supone el triunfo del parecer sobre el ser.

Vivimos hoy gobernados por imágenes, por sombras fantasmales, evanescentes y bidimensionales que se agitan electrónicamente en la pantalla de baja definición de nuestros televisores. No nos gobierna el líder político al que casi nadie ha visto en carne y hueso, sino su representación pública tecnificada, su imagen en la pantalla, que le convierte precisamente en figura carismática y compartida, es decir, en figura verdaderamente pública.

La televisión puede ser una ventana, una extensión de la mirada humana en su función contemplativa, o bien una tribuna, como escaño político o púlpito religioso. Y quien es lo utilizan como tribuna tratan de disimularlo, simulando que sólo aparecen en una ventana y que ellos forman parte del paisaje natural, porque su notoriedad es natural.

La iconocracia ha sido inducida obviamente por los mensajes de los mal llamados medios audiovisuales, como el cine y la televisión, que son en rigor medios audio-ver-bo-iconocinéticos. De modo que, gracias a las pantallas grande y pequeña y a las vallas publicitarias, estamos gobernados hoy por meras imágenes, y muy señaladamente por las imágenes omnipresentes en el teatro público del televisor doméstico, tribuna de gobernantes, de líderes políticos, de orientadores de modas y de dictadores del consumo.

La importancia de la televisión

No se olvide que la audiencia televisiva ha alcanzado ya el promedio de siete horas por habitante y día en Estados Unidos, de cinco horas y 10 minutos en Italia y de tres horas y media en España.

Lo que no aparece en la pantalla del televisor, no existe para la vida pública ni para la historia, de modo que un atentado o una huelga que no devenga información televisiva son socialmente inexistentes. Esto lo han comprendido muy pronto los terroristas, cuyas agresiones físicas tienen como finalidad primordial su espectacularización social, más que su efecto real sobre lo agredido, que es un mero pretexto utilitario y un acto puramente simbólico que espera metabolizarse en forma de información espectacularizada.

El tiempo de presencia en pantalla se ha convertido así en lo que los economistas denominan un bien escaso, que se disputan encarnizadamente las personas públicas y las que aspiran a serlo: políticos, profesionales del espectáculo, intelectuales, etcétera. El síndrome de Eróstrato ha pasado a ser, tanto para las personas públicas como para las que aspiran a serlo (es decir, para la mayoría), una seña de identidad de nuestra cultura exhibicionista, como explicó con elocuencia el proletario italoamericano Tony Manero (John Travolta) de La fiebre del sábado noche, en su intento de utilizar la pista de la discoteca como trampolín hacia la fama.

Lo interesante es que esta pulsión exhibicionista se ha desarrollado en el seno de una sociedad a la que el televisor doméstico ha convertido en una sociedad de la privacidad, del ensimismamiento, y del enclaustramiento domiciliar. Y este anonimato forzoso y frustran te para, muchos es el que acumula las energías detonantes que impulsan hacia el síndrome de Eróstrato, al exhibicionismo a toda costa, a la efigie pública, que tiene su modalidad más inofensiva en los concursos cara al público, invento eficaz del capitalismo americano en la era massmediática.

Psicopatologías de Agca

Pues bien, me temo que Alí Agca, al margen de ser sujeto de otras psicopatologías que le encasillarían en las categorías de narcisista, de megalómano o de visionario religioso, es, sobre todo, una víctima ilustre del síndrome de Eróstrato, que por lo visto ha alcanzado incluso a la cultura islámica de Turquía, a pesar de la tradicional iconofobia semita de toda la cultura mahometana por imperativo religioso del Corán. Alí Agca, que a lo mejor en algún viejo cine de Estambul había visto a Judy Garland en A star is born, quiso también convertirse en estrella de Grand Guignol en el espléndido escenario vaticano de la plaza de San Pedro. Y, desde luego, lo ha conseguido.

Román Gubern es catedrático de Medios Audiovisuales en la universidad Autónoma de Barcelona.

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