La universidad tomada
Militarizar los campus por las protestas en Columbia y en otros centros en EE UU por la guerra en Gaza no es la solución
El día después de la toma del Hamilton Hall en la Universidad Columbia por parte de la policía, algunos cientos de profesores y estudiantes graduados nos manifestamos a las puertas de un campus cerrado, vaciado y ocupado. Es, era, nuestro campus. Ahora sus edificios históricos, su césped impoluto, su monumental escalinata central, no son sino una privilegiada escenografía al servicio de otros. Desde hace tiempo, pero decisivamente desde la comparecencia frente a un comité del congreso de Nemat Shafik, presidenta de la universidad del día 17 de abril, el campus es literal y simbólicamente tierra tomada. Ese mismo día algunos estudiantes acamparon en el césped delante de la biblioteca, de forma pacífica, en uno de los lugares precisamente designados para la protesta. Algunas de sus proclamas, habituales en todas las protestas pro-palestinas, son consideradas antisemitas por instancias oficiales estadounidenses para las cuales no existen diferencias entre ciertas críticas al Estado y las políticas de Israel y el antisemitismo.
Fue esa absoluta prioridad de la acusación de antisemitismo la que se desplegó en el interrogatorio a Shafik. Su comparecencia frente al comité del Congreso fue una paradigmática espectacularización del proceso de judicialización de la universidad que se ha generalizado en los últimos años en EE UU, y no sólo por parte de la derecha: tanto la cultura de la cancelación como el nuevo McCarthyismo disfrazado de defensa frente al antisemitismo han creado un ámbito en que las ideas son culpables o ejemplares, no dignas de discusión o argumentación. En su interrogatorio, Shafik, preocupada por no seguir los pasos de las presidentas de la Universidad de Pennsylvania y Harvard, se insertó obedientemente en esa lógica de judicialización, frente a la cual sólo cabía una posible postura: el mea culpa, devolver a los congresistas republicanos exactamente lo que querían escuchar y al precio que fuera. Ese precio era Columbia, su misión intelectual , sus profesores, sus estudiantes. Para sobrevivir, Shafik necesitaba vaciar su propia universidad y servirla en bandeja como escenario para representaciones ajenas. Quizá el momento más revelador de su comparecencia no fue uno de los muchos en que se limitó a asentir una tras otra a las acusaciones y ejemplos de antisemitismo en el campus ante la imposibilidad de matizar, o aquellos en que rompió sin pudor las reglas de confidencialidad de la universidad en sus investigaciones internas o se comprometió en directo a destituir a profesores con nombre propio en base a citas y acusaciones descontextualizadas.
Quizá el momento más revelador llegó frente a las preguntas de Jim Banks, congresista republicano de Indiana que se presentó como ese americano medio que no ha tenido la suerte de asistir a una universidad de élite. Banks no tuvo demasiados problemas para que Shafik entrara en su juego: Frente a la categorización como insultante y antisemita de un término académico común entre intelectuales y medios, sobre todo judíos, en estudios sobre las dinámicas sociales israelíes y utilizado en un documento informativo de la Escuela de Trabajo Social de Columbia , ashkenormativity, Shafik no tuvo problema alguno para, a pesar de admitir o pretender no conocerlo, comprometerse a censurarlo en el futuro. Frente a la condena de Banks al uso sistemático de lenguaje inclusivo en el mismo documento, Shafik no pudo sino soltar una risa nerviosa y bromear con que los estudiantes de Columbia no saben deletrear, despreciando el uso político perfectamente consciente del lenguaje inclusivo por parte de un número nada despreciable de estudiantes y profesores (es, por ejemplo, sin duda mayoritario en mi propio departamento). En apenas unos segundos, Shafik consiguió priorizar la censura ideológica frente a la discusión académica, y despreciar por ignorantes a sus propios estudiantes.
Lo que pasó después en el campus de Columbia no era sino una prolongación de ese momento. Si la expulsión fue primero simbólica, a partir del día 18 se convirtió en física. De manera fulminante y sin negociaciones previas, la policía entró ese día en el campus para desmantelar el primer campamento protesta y dejar claro que el compromiso del día anterior por parte de Shafik de reprimir al precio que fuera el “antisemitismo” en el campus era real. Como era de esperar, la represión no hizo sino aumentar la determinación de los estudiantes quienes inmediatamente levantaron otro campamento, aún mayor. Simultáneamente, empezaron a llegar los “invitados” externos para capitalizar las posibilidades espectaculares ofrecidas por el campus, al mismo tiempo que se alejaba a los estudiantes y profesores del campus gracias a la enseñanza primero “híbrida” (con la exigencia de una opción remota para quien lo solicitara) y después completamente a distancia como preludio del cierre definitivo del campus a sus propios estudiantes y profesores. Ese desfile de invitados incluía a Mike Johnson, Presidente de la cámara de representantes, necesitado de un gesto de reconciliación con la ultraderecha más recalcitrante de su partido tras conseguir aprobar la ayuda militar a Ucrania a la que esa facción se oponía radicalmente. Desde el lugar más central y fotogénico del campus, las escaleras de Low Library (lugar prohibido a la protesta de los estudiantes), Johnson condenó a los estudiantes frente a él, identificándolos como una turba de racistas, potenciales terroristas y extremistas simpatizantes de Hamás e insinuó la intervención de la Guardia Nacional. El siguiente invitado fue Eric Adams, alcalde de Nueva York, antiguo policía con un serio problema de popularidad causado por investigaciones de corrupción y la percepción mayoritariamente negativa de su gestión.
En ruedas de prensa continuas Adams capitalizó la imagen de adalid del orden frente al caos reinante en Columbia (y en otros campus de Nueva York) culminando en un video propagandístico de la policía de Nueva York (ya con cerca de un millón de visitas) presentando su heroica acción de la toma de Hamilton Hall con banda sonora de película de acción: cientos de policías armados hasta los dientes contra decenas de manifestantes que nunca opusieron resistencia en un montaje y puesta en escena digno de Hollywood. Pero los nuevos protagonistas de la vida y los espacios de Columbia no se limitaban a ser políticos. El día antes de una protesta proisraelí a las puertas de la universidad, uno de los fundadores y líderes de los Proud Boys, Gavin McInnes era fotografiado dentro del campus con vestimenta militar, posiblemente preparando el terreno para la participación de su grupo en la manifestación. Ese grupo, de corte neofascista y supremacista, tradicionalmente antisemita, el mismo que en las calles de Charlottesville gritaba “los judíos no nos reemplazarán”, no tendrá problemas para envolverse en banderas israelíes y sumarse a la protesta contra los estudiantes de Columbia y su amenaza terrorista.
Pero la mayor operación de vaciamiento y silenciamiento no es, por supuesto, la llevada a cabo en contra de Columbia y otras universidades. En este contexto de guerras culturales, intereses políticos, espectacularización de un caos que, al menos en el caso de Columbia es obvio resultado del grado de militarización de su “remedio”. ¿Quién habla de 34.000 muertos?
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