Váyase usted a paseo
Escuchadme todos los centros de llamadas del universo mundo. No os volveré a atender


No volveré a coger ninguna llamada de números de teléfono que no estén en mi agenda. Lo juro. Escúchame, Iberdrola. Naturgy, escúchame. Escúchame también tú, Amnistía Internacional. Escúchame, Repsol. Escúchame, Vodafone, Yoigo, etcétera. Escuchadme todos los centros de llamadas del universo mundo. No os volveré a atender. Venía haciéndolo por si era Dios el que me requería. No tengo a Dios en la agenda de mi móvil, de modo que tampoco podía reconocer su número.
Escúchame, Dios, ya no me marques porque no te descolgaré. Lo siento, lo siento sobre todo por mí, pero no puedo atender 100 timbrazos al día solo por la posibilidad de que uno de ellos sea el tuyo. Has tenido 100.000 oportunidades de localizarme. Basta. Si a San Pablo, camino de Damasco, antes de aparecérsele Dios y preguntarle “Saulo, Saulo, por qué me persigues”, se le hubieran aparecido todas las compañías eléctricas y todas las empresas gasísticas y todas las oenegés del mundo para atraerlo a sus respectivos proyectos económicos, no habría hecho ningún caso a Dios, lo habría confundido con un teleoperador o con una teleoperadora y nos habríamos jugado la propagación del cristianismo.
Pues eso es lo que me ocurre a mí, que ya no distingo a Dios de Movistar. Me da igual que me llamen de aquí o de allá, los unos que los otros, porque no volveré a descolgar a nadie que no haya identificado previamente, aun a riesgo de perderme un milagro, una conversión, de perderme una caída del caballo (que en nuestros días se confunde con la caída del cabello). Y esto es muy grave, amigos, pues significa que hemos perdido la capacidad de distinguir la voz de Dios de la de un vendedor de seguros o la de la Virgen de la de una anunciante de cosméticos. A esto hemos llegado con la obsesión capitalista de reducir la vida cotidiana a un conjunto de operaciones de compra y venta de bienes y servicios. El número al que llama no existe. Váyase usted a paseo.
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