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Columna
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Cloacas reales: de Kate Middleton a RTVE

Las noticias falsas suceden porque las instituciones cuyo trabajo era decir la verdad ya no lo hacen. La posverdad no se soluciona con el ‘fact-checking’

Cloacas reales / Máriam Martínez-Bascuñán
del hambre
Máriam Martínez-Bascuñán

Pensar que la posverdad es la proliferación de noticias falsas es un error de bulto. Tampoco es el populacho defecando en las cloacas digitales. La posverdad es la ruptura del entramado que sostenía el sistema de confianza con el que accedíamos al mundo y nos orientábamos en él, discerniendo la verdad de la mentira. Ahí reside la gravedad de la foto falsa de Kate Middleton. Sencillamente, la futura reina consorte no puede mentir, aunque pueda, por supuesto, tener intimidad. Lo que caracterizó a Isabel II, explicaba Le Monde, fue su impenetrabilidad, esa impasibilidad aristocrática que, unida a una férrea voluntad de cumplir con su deber hasta el final, le permitió sobrevivir siete décadas y hacernos olvidar el anacronismo de la monarquía mediante el ensueño de la inmutabilidad de la institución. Isabel II consiguió ser un misterio desde el comienzo de su reinado, en la era de los trenes de vapor, hasta su muerte, cuando tenía un smartphone y miraba Twitter.

Middleton tiene su personalidad y hace bien, pero hay una regla básica que ninguna institución debe saltarse: si mientes (y hoy proliferan las fuentes que distribuyen mentiras sistemáticamente), quizás la próxima vez tampoco te crean. De hecho, muchos pensaron que el vídeo posterior confesando su enfermedad también era un montaje. Para bien o para mal, la multiplicación de relatos sobre un mismo hecho nos hace más volubles a cambiar de opinión. Así lo cuenta la fantástica película de Justine Triet, Anatomía de una caída: las opiniones de los expertos, psicólogos y criminólogos, igual de sesgadas conforme a prejuicios lingüísticos, machistas o emocionales que las del resto, se mezclan con las percepciones y miedos de un niño. Y, sin embargo, es la opinión del niño la que determina finalmente la verdad judicial. La película es un retrato de época excepcional: al final, la verdad ni siquiera nos importa.

En la era de la inteligencia artificial, cuando desconfiamos de las imágenes que vemos, la confianza debería depositarse en la fuente que las suministra. Ante las declaraciones de Middleton, muchos pensaron: ¿Y si nos engaña otra vez? La única defensa de su verosimilitud es que el vídeo lo había grabado la BBC. ¿Pero qué pasa si dejamos de creer en el emisor tradicional de las noticias, si dejamos de otorgarle autoridad? Comenzamos entonces a corroborar los hechos dentro de la tribu, en los perfiles que seguimos en Twitter, en nuestros líderes, y si a Feijóo o Sánchez se les ocurre decir que algo es un fake, lo aceptaríamos como verdad. Las fakes news suceden porque las instituciones cuyo trabajo era decir la verdad ya no lo hacen. Se produce así un desplazamiento inevitable: cuando las autoridades cambian, el mundo cambia. La posverdad no se soluciona con el fact-checking.

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Es lo que nos jugamos con nuestra televisión pública, otra de las instituciones llamada a encarnar ese entramado de confianza. Son nuestro asidero, pero con tres presidentes en tres años, la vergonzosa pugna partidista por su control y la perenne inestabilidad, quien pierde es la ciudadanía. Que los medios públicos sean fiables es fundamental para sostener la democracia. Sencillamente, no podemos permitirnos perder la confianza en que podemos acceder a algo verdadero, en la idea de que la objetividad puede ser creada y compartida. Cuando no hay objetividad consensuada, todo vale para afianzar el poder de los de siempre. Pero el poder, en democracia, debería ser nuestro: de los ciudadanos.

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