Cuando fuimos piratas
Durante muchos años, la defensa de la piratería —o de las libertades en internet, según a quién se pregunte— vertebró España; o al menos, buena parte del discurso y los movimientos digitales
En los dosmiles fuimos una piña ante la SGAE de Teddy Bautista y las primeras y torpes iniciativas de regulación de la Red. “La lucha contra la LSSI [Ley de Servicios de la Sociedad de la Información] fue, hasta donde recuerdo, el primer encontronazo serio entre internet y el Estado, entre internautas y gobernantes (...) fue la manifestación pública y masiva de que algo iba mal en el paraíso digital. Después vendrían otras guerras”, escribe el profesor de Física de la Universidad de Granada Arturo Quirantes en un libro sobre esas tempranas peleas. “¿Recuerdan la lucha contra la SGAE y demás entidades de gestión, contra el canon digital, contra Echelon y la NSA? La ley LISI, la ley Sinde, la ley Sinde-Wert, la ley Lasalle... todas vinieron después. Para cada una de ellas hubo una protesta, una campaña, una manifestación digital tras otra”.
Si la SGAE enviaba inspectores a las bodas, perseguía peluquerías por poner la radio y reclamaba a monjas clarisas el 10% de taquilla de una obra benéfica, los internautas hackeaban Google para que al buscarlos apareciera el resultado “ladrones”. El movimiento Todos contra el Canon reunió dos millones de firmas contra la tasa a los dispositivos de almacenamiento, con apoyos de grupos y asociaciones de lo más variopinto. Los juicios fueron sonados: el de Seriesyonkis aún está en el Constitucional.
El principio de la siguiente década giró alrededor de la ley Sinde. Fue histórico el discurso de Álex de la Iglesia en la gala de los Goya de 2011, donde explicó al sector que los internautas eran el público del cine, e internet, su futuro y salvación. Tras escuchar otras posturas en un debate abierto en Twitter, cambió de opinión sobre la ley y dimitió como presidente de la Academia. Un movimiento digital llamado #nolesvotes pidió el castigo electoral a PP, PSOE y CiU por su apoyo a la norma, en un acto de transversalidad.
Estos movimientos en favor de las libertades pavimentaron el camino a otras corrientes, que primero se organizaron en la Red y después terminaron en las calles con el 15-M y una ideología política más definida, y ya no volvimos a estar de acuerdo en nada. Ahora, en los años veinte, el amago de cierre de Telegram del juez Pedraz es “hijo de las derrotas de la lucha por los derechos en internet”, como ha escrito el experto Antonio Ortiz.
El caso Telegram nos recuerda que esos grandes temas de las primeras décadas de internet nunca se resolvieron: el reto a las legislaciones nacionales que supone un internet global; el control a la Red y a la libertad de expresión disfrazado de defensa del copyright; el terrible cinismo de actuar por dinero contra esta cuestión y no contra otras más serias; el debate sobre si las plataformas son o no responsables de lo que ocurre en ellas; la desprotección última de los creadores, cada vez más precarios; el debate de si la piratería es un defecto moral o consecuencia de un mercado avaro que no ofrece buenas alternativas legales hasta que se ve forzado a ello.
Cuando todos somos internautas —que es lo mismo que no serlo—, pagamos Filmin y parecemos incapaces de encontrar puntos de lucha en común por encima de las ideologías, quedan pocas ganas de movilizaciones, aunque a veces, como ahora, todavía aparezcan causas sobre las que ponernos de acuerdo
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