La financiación de Cataluña
La propuesta de un cupo similar al vasco topa con indiferencia o rechazo y agravaría el abismo entre autonomías
El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, de Esquerra Republicana, ha propuesto un sistema de financiación similar al foral vasco y navarro que consistiría en sacar a Cataluña del régimen común y adscribirlo al de los dos territorios que recaudan todos los impuestos y luego derivan cantidades menores al Tesoro común. La idea ha sido recibida con frialdad por su vocación electoralista ante la convocatoria a urnas para el 12 de mayo. Las grandes organizaciones económicas, que reclaman una mejora en la financiación pública, han mostrado indiferencia ante la iniciativa. Su silencio obedece al descrédito acumulado por el independentismo —incluso el más pragmático— en la gestión económica: ha impedido la reversión de la fuga de empresas ocasionada por el procés, dificultado la ejecución de las inversiones autonómicas y postergado proyectos prioritarios, como la lucha contra la sequía, la apuesta por las renovables o la mejora de los resultados escolares. Fuera de Cataluña, la propuesta ha cosechado rechazo, e incluso los inspectores de Hacienda la han criticado en un documento reciente. El recordatorio de que el cambio de financiación se orientaría hacia una reedición de la estrategia proindependencia no puede sino ahuyentar del mismo a los partidarios de mejorar el sistema de financiación, también de Cataluña.
La propuesta, con la que Esquerra sale del unilateralismo para buscar un modelo de financiación responsable, suficiente y transparente para Cataluña, es defectuosa porque deriva de un mal diagnóstico. El gran problema de la financiación autonómica no está en el régimen común (todas las comunidades, menos dos), sino en el abismo que separa a este de las dos forales, Euskadi y Navarra. No es que el concierto sea de por sí insolidario, pero su resultado práctico, el cupo o retorno al Estado —apenas actualizado—, resulta insuficiente para equipar su necesaria solidaridad. Arroja, además, una desigualdad excesiva entre estas y el resto por su sobrefinanciación: una plaza escolar o una cama hospitalaria reciben en torno al doble de dotación en ambas comunidades que en el resto.
Extender el cupo a otros territorios, en vez de reconducir sus resultados de forma progresiva y pactada, solo amplificaría su desigualdad objetiva. Su inmovilismo y las exageradas ventajas que otorga a sus beneficiarios no hacen sino generar agravios comparativos, como el que esgrime el nacionalismo catalán. No hay que olvidar, además, que durante la Transición UCD le ofreció esta opción a Jordi Pujol, y este renunció.
La retórica de reclamar el concierto oculta también las verdaderas razones del malestar catalán: no es que estos ciudadanos paguen “de más” a las arcas comunes, sino que lo hacen (como los madrileños o los baleares) en función de su mayor riqueza relativa. Pero reciben un retorno inferior a lo que aportan, y eso obliga a buscar una solución urgente al problema enquistado de que, siendo Cataluña la tercera autonomía que más contribuye a la caja común, ocupe la posición decimocuarta en la recepción de fondos. Esta excesiva asimetría se produce por la parquedad de la inversión pública estatal (amén de la propia autonómica), agravada por su desastrosa puesta en práctica. Entre 2015 y 2022 solo se ha ejecutado un promedio anual del 60% de las inversiones previstas, contra un 127,3% en la Comunidad de Madrid. Mientras no se encauce este problema, que puede solucionarse y que solivianta transversalmente a la ciudadanía catalana, cualquier propuesta, por grandilocuente que sea, sonará fantasiosa a sus oídos.
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