Del 11-M y lo que no es consenso
Defender una causa no supone diluir la historia en una especie de término medio en el que valen lo mismo —o incluso menos— los hechos probados que las aproximaciones ideológicas
Rosa Montero acaba de recopilar algunas de sus crónicas de hace décadas en un libro al que ha llamado Cuentos verdaderos y por el que ayer le preguntó Berna González Harbour en la contraportada de este periódico. Le preguntó qué hicimos bien en los setenta, y Montero contestó con una cita de Gerald Brenan, que decía de España que no tenía sentido de lo social porque era un país de hordas y de tribus. “Y en los años setenta”, esto lo añadía Montero, no Brenan, “fue la primera vez, y a lo peor la última, en que el 98% de la población dijo: se acabó esta historia fratricida de dos siglos”.
En ese mismo ejemplar del periódico —algunos aún lo leemos en papel—, se informaba de la división en el aniversario del 11-M, que no es que perviva, sino que se agranda a los 20 años de los atentados. Lo cual resulta revelador: si es imposible que los dos grandes partidos compartan espacio dos décadas y una sentencia después es porque debe de existir una especie de avería política o social que, a estas alturas, ya parece irreparable. No se puede cuestionar a la justicia que sentenció sobre los atentados y, a la vez, denunciar que la justicia está siendo atacada. No se puede reclamar el respeto a las víctimas y, a la vez, alentar sospechas infundadas. No se puede clamar por la verdad y, a la vez, prodigar los bulos.
En su entrevista de ayer en Onda Cero, un día después de que José María Aznar se reivindicara en un comunicado de su fundación, Alberto Núñez Feijóo dejó una frase relevante que, sin embargo, no se ha subrayado mucho. Admitió que el Gobierno del PP hizo en 2014 una mala gestión: “Hemos descubierto que hay unos autores materiales que no eran los que el Gobierno ni la Policía pensaban que eran, y creo que, después de 20 años, sería bueno que cada uno tenga su propia opinión al respecto. Yo creo que al PP le costó unas elecciones”. Luego, acusó al PSOE de mala fe.
Quizá sean ya muy difíciles los consensos si incluso hay quienes se han puesto a discutir los más básicos: los que niegan el cambio climático, se apartan de las concentraciones contra la violencia machista o abogan por suprimir el Título VIII de la Constitución. Quizá se temió que el consenso estropease el pluralismo, pero puede que la diferencia entre la convivencia y la conllevancia radique ahí: en que seamos capaces de compartir unos mínimos aceptados por la gran mayoría. Eso exige, por supuesto, tener claro qué es el consenso o, mejor aún, qué no lo es: consenso no es un equilibrio entre un hecho y una suposición, entre una descripción y una opinión, entre la verdad y la mentira.
Plantear que algunas cosas nunca se sabrán del todo no es buscar el consenso ni defender ninguna causa. No lo es tampoco diluir la historia en una especie de término medio en el que valen lo mismo —o incluso menos— los hechos probados que las aproximaciones ideológicas. Negarse a eso no es negarse a que se cierren las heridas. Es sentir respeto por la verdad. Nada menos.
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