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Columna
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La voz de las mujeres

Tener el derecho a decidir si abortamos o no implica poder decidir plenamente sobre lo que nos ocurre, poder decir abiertamente lo que necesitamos. Elegir hablar

Ilustración Columna Máriam M.Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Carol Gilligan escribió en 1982 Una voz diferente, un libro esencial que comienza celebrando la famosa sentencia Roe vs. Wade que legalizó el aborto en Estados Unidos. Lo más interesante del libro es precisamente esa reivindicación de la voz, y cómo explica que legalizar el aborto fue sobre todo legalizar el derecho de todas las mujeres a hablar por sí mismas. Me parece especialmente interesante hoy, cuando celebramos el 8M tomando conciencia de la distancia progresiva que parece abrirse con los más jóvenes, porque creo que esa brecha le da la razón a Gilligan. Para ella, el mundo cambiaría radicalmente cuando las mujeres empezásemos a identificar nuestros deseos, lo que realmente queremos, y a expresarlo en nuestros propios términos. La decisión de abortar no va sólo de cómo lo enmarcaba, ayer y hoy, la opinión pública, un dilema entre derechos y asesinato, pues poder decidir abortar no es algo “desconectado de las demás decisiones”. Tener el derecho a decidir si abortamos o no implica poder decidir plenamente sobre lo que nos ocurre, poder decir abiertamente lo que necesitamos. Elegir hablar. Tener voz propia.

Gilligan indagó en lo que llamó las “corrientes subterráneas de la conversación humana” y se percató de que la voz de ellas era relacional, una voz en conexión con los demás, cuidadosa con sus sentimientos, “empática y atenta a sus vidas”. Esto, curiosamente, había derivado en un olvido de sí mismas, en el miedo a ser tachadas de egoístas cuando por fin identificaban lo que querían y encontraban cómo expresarlo. ¿Cómo era posible, sin embargo, que los hombres, al hablar de sí mismos o de otras cuestiones, lo hicieran como si las mujeres “no fueran en cierto sentido parte de ellos mismos”? Mientras en su manera de hablar los hombres dejaban de lado a las mujeres, las mujeres “se dejaban a sí mismas”. Este brutal proceso de separación en el que, en un grado nada desdeñable, aún son socializados los niños sobre la base de una individualidad ficticia, sigue percibiéndose como la clave del desarrollo humano más que como un profundo problema.

La revolución del Me Too se vivió por las más jóvenes como el movimiento que las empoderó para poder denunciar sin complejos las injusticias. Me Too también quiere decir “mi voz vale lo mismo que la del poderoso”. Mientras el avance feminista consiste en que las mujeres hemos elegido hablar haciendo que el punto de vista sobre las cosas cambie, un buen número de hombres permanece en ese estado de “separación”. En ninguna generación como la Z se ve más claro ese aislamiento, probablemente acentuado por las redes sociales y la pandemia. El ejemplo más radical lo retrata Gala Hernández en La mecánica de los fluidos, inquietante pieza documental que indaga sobre la nota de suicidio de un joven incel o “célibe involuntario” que culpa de su decisión al sistema. Es una muestra extrema de esas soledades conectadas, vulnerables a las plataformas que explotan su resentimiento y aislamiento azuzando el odio a las mujeres. El feminismo es otra incorporación a la larga lista de causas de un malestar vital e identitario que incluye a una democracia que detestan porque creen que les invadió la vida durante la pandemia, prohibiéndoles disfrutar de lo más sagrado: su juventud. El problema, entonces, no serían los jóvenes, sino nuestra reticencia a seguir indagando en esas formas de ver el mundo y de relacionarse con las que aún seguimos enseñándoles a estos jóvenes.

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