Demasiado tristes
Echo mucho de menos aquellos tiempos en los que la radio emitía anuncios en vez de contarnos las últimas noticias sobre cifras de víctimas en Gaza
Le estrecho la mano al cantante de las canciones más tristes del mundo y la mano me tiembla de la emoción. Hace muchos años que escucho su música. Todas sus canciones cuentan historias capaces de desgarrarte una y otra vez el corazón, compuestas con melodías siempre sencillas y genuinas. Auténticas muestras de blues israelí. Y esta noche tengo la enorme suerte de compartir el escenario con él.
Nuestro modesto espectáculo tiene lugar en la biblioteca pública de una ciudad más bien pequeña. La bibliotecaria que nos ha invitado a actuar es amable y servicial y nos explica que esa misma mañana todas las bibliotecas han recibido una nota con instrucciones que incluyen la recomendación de que, teniendo en cuenta que estamos en tiempos de guerra, se aseguren de no celebrar actos que sean demasiado tristes. “¿A qué se refiere usted cuando dice demasiado triste?”, pregunta con pánico el cantante de las canciones más tristes del mundo; es evidente que se siente un poco amenazado. “El arte es como la vida y la vida es triste”, explica. “Tiene usted razón”, responde la bibliotecaria, en un tono con el que intenta apaciguar al artista. “Tiene toda la razón. Pero la orden no dice que el espectáculo no pueda ser triste, sino que intentemos, nada más, que no sea demasiado triste”.
Nuestra actuación discurre con un grado de tristeza razonable, hasta que empiezo a leer un relato que escribí en los primeros días de la guerra y lo primero que hago es recordar al público las aciagas circunstancias que lo inspiraron. El cantante, por su parte, narra una dolorosa anécdota sobre el funeral de uno de los israelíes asesinados el 7 de octubre. Describe cómo lloraban, desconsoladas, todas las personas presentes en el cementerio. Cuando estoy a punto de leer mi siguiente relato, se escucha una voz que exclama, desde la oscuridad del auditorio: “¡Lea alguna cosa que no esté relacionada con la guerra, por favor!”. Reconozco inmediatamente la voz áspera de la bibliotecaria y hago un gesto tranquilizador con la cabeza. La historia que leo es bastante entretenida y el público la disfruta y se ríe a carcajadas cuando corresponde. Al terminar, me quedo esperando a que el cantante interprete la siguiente canción. Pero veo que tiene un aire contemplativo, que está con la cabeza agachada sobre su guitarra y sin decir palabra. Permanecemos así, de pie en el escenario, paralizados, y el público también está muy quieto. Hay un silencio muy tenso, pero nadie se atreve a romperlo. Al cabo de unos minutos, le pregunto al cantante si tiene pensado cantarnos una canción. Asiente con la cabeza y responde: “Dadme un minuto, por favor, estoy repasando mentalmente todas mis canciones. Busco alguna que no sea tan triste”. Decido tratar de deshacer la tensión con una broma, así que le sugiero: “¿Qué tal si interpretas una versión de otro autor? Quizá podrías cantar Don’t Worry, Be Happy”.
“Espera”, dice de pronto, “creo que se me ocurre una. No es una canción alegre, pero no es tan triste como las otras”. Y entonces, el cantante de las canciones más tristes del mundo, con un rasgueo de la guitarra, interpreta una canción sobre un hombre que viaja a solas en un autobús mientras se come un yogur con sabor a fruta. El yogur de la canción no contiene fruta, sino solo el sabor a fruta. Pero sí tiene yogur, lo cual siempre es un cierto consuelo. Busco los ojos de la bibliotecaria entre la multitud y, cuando nos cruzamos la mirada, me hace un gesto de aliento, como para decirme: las canciones tristes sobre yogures nos parecen bien.
Durante el camino de regreso a casa, oigo en un informativo el anuncio de que esa noche han muerto otros dos soldados israelíes más en Gaza y también han muerto decenas de civiles palestinos en un nuevo bombardeo de las Fuerzas de Defensa de Israel, y echo mucho de menos aquellos tiempos en los que la radio emitía anuncios de yogures en vez de contarnos las últimas noticias sobre cifras de víctimas, aquellos tiempos en los que, sobre un escenario, se podían cantar sin inconveniente las canciones más tristes del mundo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.