‘Nocheviejuna’
Henos aquí de nuevo, preparando cada uno a su manera la Nochevieja de un año que, como las ferias, cada cual contará según le haya ido.
La Nochevieja del año que cumplí los 18, la primera que mis padres me dejaron salir de fiesta sin hora de vuelta a casa, me agarré una rabieta de niña chica por un vestido de lentejuelas. Era divino: largo y estrecho cual funda de almohada, y con la almohada propiamente dicha confiriéndole envergadura de portera de rugby a las espaldas de quien osara calzárselo, por las hombreras típicas de la época. El modelito llevaba mi nombre escrito en la etiqueta. Llevaba semanas llamándome a gritos desde el escaparate de la boutique más cara del barrio hasta que, harta de llorarle sin éxito a mi madre que me sufragara el despilfarro, soborné a mi padre para que me adelantara la paga de los seis meses siguientes, me lo compré de tapadillo y lo dejé en la tienda para que le metieran el medio metro de bajo que me sobraba. Iba yo tan contenta a recoger mi tesoro la mismísima mañana de la noche de fin de año, cuando la vida me puso en mi sitio. La tienda tenía la persiana echada y un letrero de “Cerrado por defunción, perdonen las molestias” en la puerta. Seguro que en el duelo del finado se lloró menos de lo que lloré yo ese día por mi vestido de Cenicienta. Hasta que mi madre, harta de mis pucheros, me ciñó una de sus chaquetas bordadas de las bodas con un cinto de la mili de mi padre y me convirtió en la chica más original de una de mis noches más felices de todos los tiempos. Volví a las ocho de la mañana borracha de la barra libre de la vida y empachada de churros con chocolate.
Tantos lustros después, henos aquí de nuevo, preparando cada uno a su manera la Nochevieja de un año que, como las ferias, cada cual contará según le haya ido. Aunque, a estas alturas tengo, además del vestido de marras, que conservo cual reliquia aunque hoy me parece espantoso, no menos de una docena de pingos con lentejuelas, y podría comprarme el que quisiera, es probable que acabe la noche en pijama berreando las canciones de Cachitos en la tele mientras los jóvenes de la familia se acicalan para comerse el mundo. Ya está la boomer con sus batallitas y su Nocheviejuna, diréis algunos, y estaré de acuerdo. Cada edad tiene su qué, vale, pero la ilusión de estrenar la vida ni se compra ni se vende ni se alquila. Feliz 2024.
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