La obesidad, una emergencia
Los acuerdos con la industria alimentaria son más útiles que las campañas para combatir el alarmante aumento de sobrepeso en la población
Cada nuevo dato confirma que la obesidad se está convirtiendo en España en una epidemia silenciosa con efectos devastadores. Un nuevo estudio del Instituto de Salud Carlos III y la Agencia Española de Seguridad Alimentaria revela que el 55,6% de los adultos sufre sobrepeso y el 18,7% son obesos. También entre los niños y adolescentes está creciendo de forma alarmante: tres de cada diez presentan exceso de peso. La obesidad provoca enfermedades crónicas graves —como diabetes, hipertensión, trastornos cardiovasculares o cáncer— que acortan la vida cuya carga social es cada vez más elevada, no solo por el enorme gasto sanitario que generan, sino también por las bajas laborales, la tasa de incapacidad y las muertes prematuras que provocan. Es un fracaso colectivo que comenzó con el abandono progresivo de la dieta mediterránea y la generalización de hábitos sedentarios desde la infancia.
La genética es clave en la obesidad, pero son los factores ambientales los que han provocado la peligrosa eclosión actual. Su rápido aumento ha ido en paralelo a la penetración en los hábitos de consumo de la bollería industrial, las bebidas azucaradas y los alimentos ultraprocesados con alto contenido de azúcares, sal y grasas saturadas. Lamentablemente, es más barato comprar comida basura que alimentos frescos saludables. Esa es la razón por la que la obesidad se ha convertido en una manifestación de la pobreza y la desigualdad económica. De ahí la importancia de reforzar las becas para comedores escolares, que garantizan al menos una comida de calidad a los niños de familias pobres.
El problema ha adquirido una dimensión que desborda los cauces clásicos de intervención en salud pública. Por insistentes que sean las campañas sobre la necesidad de adoptar una dieta saludable y hacer ejercicio físico, si no se incide sobre los factores estructurales, los resultados seguirán siendo frustrantes. De esa frustración nace cierta tendencia a culpar a las personas obesas, que con frecuencia son víctimas de una discriminación injusta. Cuando se vive en un ambiente obesogénico, donde predominan los incentivos económicos y culturales que conducen al aumento de peso, las recomendaciones basadas en el voluntarismo individual tienen escasas posibilidades de éxito.
Los alimentos ultraprocesados, las bebidas azucaradas y los aperitivos utilizan potenciadores de sabor que aumentan la tolerancia al azúcar y a la sal, de manera que cuanto más se consumen, más gustan y más se necesitan. Por eso, más efectivas que las recomendaciones individuales son los acuerdos con la industria o las normas que obligan a reducir el azúcar, la sal y la grasa. Tanto en ese terreno como en el combate contra la desigualdad queda mucho por hacer. Cuando está en juego la salud, los intereses económicos han de pasar a un segundo plano.
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