La princesa Leonor y el espíritu de Holden Caulfield en el Congreso
O se hace el gamberro en la calle o se está en el Congreso. Si se elige lo segundo, qué menos que participar de los ritos


Ha rondado estos días por España Matt Salinger, hijo y albacea literario de J. D. Salinger, para hacer lo que nunca hizo su padre: promocionar sus libros. Gracias a esa visita, algunos hemos vuelto a curiosear El guardián entre el centeno y hemos recordado —como si hiciera falta— que Holden Caulfield fue el primer adolescente. Hasta entonces, se pasaba de niño a hombre sin etapa intermedia: se acostaba uno de pantalones cortos y al día siguiente se ponía los largos. Salinger inventó la adolescencia moderna como una metamorfosis dolorosa en la que cualquier exceso, misantropía, desfase, fanatismo o brutalidad se disculpaban por el desarreglo hormonal. Desde entonces, la adolescencia no ha hecho más que estirarse, y ya hay muchos adolescentes que mueren a una edad avanzada.
Una adolescente genuina que cumplía los 18 y disponía de todas las coartadas biológicas para demoler el orden se echó este martes encima todo el peso institucional que la Constitución le ha puesto en los hombros. Siguiendo las sagradas enseñanzas de Salinger, bien podría haber hecho mutis por la Puerta de los Leones, lanzando cortes de mangas y sacando la lengua, pero sucedió algo propio del mundo al revés: algunos diputados y ministros no acudieron, entregándose al espíritu adolescente, mientras la única adolescente presente interpretaba su papel con rigor adulto.
Comportarse con arreglo a las normas de la institución a la que se pertenece no implica sumisión, ni tan siquiera acuerdo con el orden establecido; tan solo cortesía hacia la Cámara en la que reside la soberanía nacional. Faltar al decoro parlamentario implica siempre faltar al respeto al pueblo allí representado. Se puede disentir de la Monarquía y trabajar por la república sin recurrir a las vías de Holden Caulfield, como se puede ser padrino en un bautizo sin dejar de ser ateo y anticlerical. Holden llamaba a eso hipocresía. El adulto lo llama, simplemente, saber estar.
O se hace el gamberro en la calle o se está en el Congreso. Si se elige lo segundo, qué menos que participar de los ritos. Luego se puede plantear la disolución de la Monarquía, enmendando la Constitución si hace falta. La democracia parlamentaria facilita la enemistad cordial y que el conflicto se exprese con complejidad, elocuencia y sin rabietas. Porque la diferencia entre el adulto y el adolescente no está en la ropa, sino en que el primero busca la convivencia en un mundo contradictorio, mientras el segundo solo quiere dar la nota. Ahí estamos, con una princesa que renuncia a su adolescencia y unos diputados que renuncian a su dignidad parlamentaria como si fuesen adolescentes.
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