¿Por qué decimos terrorismo cuando queremos decir crímenes de guerra?
La guerra implica un salto cualitativo en las escalas, recursos y naturaleza de la violencia, que es diferente (y casi siempre más mortífera) que en tiempos de paz, incluso cuando esa paz es violenta
El ataque de Hamás a Israel del sábado 7 de octubre ha recibido una respuesta casi unánime. Aunque los acentos han podido variar, la gran mayoría de actores políticos y medios de comunicación occidentales coinciden a la hora de calificarlo como un brutal “ataque terrorista”. Brutal fue, desde luego, inmisericorde y repugnante, pero ¿y terrorista?
Definir el terrorismo no es sencillo. Por un lado, este fenómeno elude decir su nombre. Quienes emplean la lógica del terror la ocultan tras nombres más decorosos como liberación, independencia o guerra santa. Por otro lado, el término es pasto de una imparable inflación semántica y todo puede acabar siendo terrorismo, como cuando nuestra Fiscalía General del Estado incluye a Extinction Rebellion y Futuro Vegetal en el apartado “terrorismo nacional” en su memoria anual de 2022. Se añade a todo ello que, desde el final de la Guerra Fría y la irrupción de Al Qaeda o el ISIS, las fronteras entre el terrorismo y otras formas de enfrentamiento armado son más lábiles que nunca. Y por último, afirmar —o negar— el carácter terrorista de alguien es política, porque nada más deslegitimador que recibir esa etiqueta.
Con todo, la literatura especializada parece mostrar un mínimo común denominador del fenómeno. Haciendo abstracción de profundos debates, el terrorismo sería la sucesión de actos de violencia deliberada que pretenden provocar un estado de terror entre una población dada con propósitos políticos. Sus perpetradores suelen ser grupos especializados compuestos por un número más o menos reducido de miembros, aunque puedan disfrutar de amplia base social. Además, suele diferenciarse de la violencia practicada en contextos bélicos. Aunque sea irregular, la guerra implica un salto cualitativo en las escalas, recursos y naturaleza de la violencia, que es diferente (y casi siempre más mortífera) que en tiempos de paz, incluso cuando esa paz es violenta.
Así las cosas, hasta qué punto el adjetivo terrorista da cuenta de la feroz ofensiva de Hamás puede ser objeto de debate. En primer lugar, puede quedarse corto aplicado a esa organización. Desde que surgió en 1987, la cuenta de horrores, sufrimientos, masacres y atentados provocados por Hamás es inagotable. Pero como muestran numerosos estudiosos, incluidos académicos israelíes, Hamás no es solo su brazo armado, las Brigadas de Ezedin al Qasam. Sería un amplio movimiento social y político que trata de gobernar un área densamente poblada y que provee de amplios servicios comunitarios a pesar del bloqueo que sufre desde hace 15 años. Una organización reticular que, pese a todo, sigue criterios de actuación propios del juego político —en una zona donde está viciado por la guerra— y que hasta ahora nunca se habría cerrado a negociar con Israel.
Y en segundo lugar, lo de terrorismo se queda también corto aplicado al ataque del 7 de octubre. Las divisorias entre distintos tipos de violencia son cada vez más borrosas. Pero, por ocupar territorio de Israel y por la escala de los recursos que movilizó, más que terrorista parece una acción de guerra. Las guerras, valga la obviedad, son la mayor fábrica de violencia. El terrible cómputo de las 864 vidas segadas por ETA a lo largo de medio siglo se triplicó solo en los primeros días de ataques y represalias en Gaza e Israel. Y para cuando en ese tipo de acciones se asesina a combatientes ya desarmados, prisioneros y poblaciones civiles, como hizo Hamás, hay una categoría que cuenta además con una historia y, esta sí, con un contenido jurídico: crímenes de guerra.
Entonces, ¿por qué hablar de terrorismo? Como afirmó la BBC al justificar que no lo use para Hamás, ese término supone tomar partido y repartir legitimidades. Así, emplearlo invalida cualquier comparación entre ambos contendientes y hace inviable que puedan dialogar. Pero además, refrenda por contraste a quien sufre el ataque. Da igual que la respuesta israelí sea más devastadora que el ataque primigenio, que este forme parte de una larga cadena de terrores recíprocos y que al final las cifras de víctimas palestinas siempre multipliquen los obituarios israelíes. Por más terror que arroje, esa respuesta se legitima porque alega defenderse del terrorismo.
Y por último, al insistir en esa etiqueta, se evacúa el concepto de crimen de guerra. En su reacción, Israel podrá esquivar el calificativo terrorista, pero lo tendría más difícil si hablamos de crímenes de guerra. Porque si lo hacemos en Ucrania también habría que llamar así atacar sistemáticamente infraestructuras civiles esenciales, dejar sin suministros básicos a dos millones de personas y sobre todo la masacre de civiles que está llevando a cabo con sus acciones de castigo y bombardeos y que será mucho peor si hay invasión de Gaza. Y aunque son más odiosas que nunca, ese término podría alimentar comparaciones de las que Israel no saldría bien parado en la batalla de la opinión pública ni ante el derecho internacional. Comparaciones que harían aún más problemática la pasmosa inacción de la comunidad internacional ante la catástrofe humanitaria que se perfila en el horizonte.
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