Echar raíces
La guerra quizá sea el mecanismo más poderoso con que construir millones de seres desarraigados y, aunque solo suelen contarse las víctimas mortales, el mayor daño lo carga el superviviente
Si existe una obsesión que haya caracterizado mi biografía es la búsqueda de raíces. Pertenecer a un lugar, a un grupo; sentir que, como una planta que fructifica, las condiciones me son idóneas y, por lo tanto, no quiero irme; amar un territorio y hacerlo con la convicción de que ese amor —recíproco— no alimenta xenofobias ni exclusiones. Buena parte de mi obcecación se la debo a una infancia en un enclave ajeno a mis padres, Extremadura, pero lo que terminó de ampliar el fenómeno fue la emigración a Estados Unidos. “Si tu nombre no fuese árabe, habrías pasado la selección del algoritmo de Recursos Humanos”, me dijo un amigo cuando intentaba, en el país de las oportunidades, encontrar trabajo sin éxito. Si no tuvieses esos rasgos físicos, si el acento al hablar no te delatase, si brillase el sol… Atravesada por la saudade, iba alimentándome de lecturas donde hallaba el solaz de quienes habían sufrido algún tipo de expulsión, desde exiliados como María Teresa León hasta expatriados como Kallifatides. Cuando, un día, una alumna que batallaba por explicar el racismo afirmó: “ser negra es no poder olvidarte un instante de que eres negra”, me pareció la definición más exacta del desarraigo, el recordatorio de que no encajas, nada en ti se enraíza allí donde te envenenan a diario, un dolor que relató brillantemente James Baldwin en sus ensayos.
Con el tiempo, fui dándome cuenta de que ese corazón desterrado mío expresaba un mal cada vez más común en nuestras sociedades, articuladas a base de violencias y un dogma pernicioso consistente en hacernos creer que la desvinculación del suelo no solo es normal, sino símbolo de progreso. Decía Simone Weil que las raíces son “la necesidad más importante e ignorada del alma humana”, y que el desarraigo es “la enfermedad más peligrosa” de todas porque, al dejarnos huérfanos, o bien nos aproxima a la muerte, o nos empuja a provocar en los demás la misma dolencia, una suerte de venganza. En plena Segunda Guerra Mundial, la filósofa achacaba a la modernidad una potencialidad para arrancarnos de cuajo del terreno, de manera que no solo los refugiados se resentían, sino también los pueblos colonizados —pisoteadas sus tradiciones y lenguajes—, y los obreros y campesinos. Al final, mencionaba que la cura a dichas sacudidas del alma podría cristalizar en un pedazo de tierra, una vivienda en propiedad, y un oficio afín siempre que fuese a media jornada, de lo contrario equivaldría a la esclavitud. Trabajar en condiciones dignas y poseer un techo al que llamar hogar conformaba la clave para tornarnos esquejes y, en ese esquejar, debería intervenir también el disfrute y la compañía de una cultura hermana. ¡Qué sencilla parecía la tarea! ¡Millones de personas por fin sanadas! Sin embargo, algo indica que caminamos en la dirección opuesta… Porque, Weil advierte más tarde, en la época actual el dinero y el Estado nación han sustituido a los demás vínculos.
Empeñada en revertir esta lógica, hace poco rescaté las cajas donde guardamos las pertenencias de mis abuelos, ya fallecidos. Entre otras cosas, apareció la “cartilla militar de tropa” de él, prueba irrefutable de que había terminado la mili y, en cualquier momento, lo podían reclutar para alguna empresa bélica dentro de un ejército que había asesinado o condenado a la pobreza a su familia. La guerra, pensé, quizá sea el mecanismo más poderoso con que construir millones de seres desarraigados y, aunque solo suelen contarse las víctimas mortales, el mayor daño lo carga el superviviente, mutilado de un soporte para sus pies vencidos. Hoy recuerdo esta escena sobrecogida ante las imágenes que nos llegan de Gaza. Hay judíos que se han opuesto a la matanza indiscriminada de palestinos, quizá apoyándose en su identidad que viene de la diáspora y un reconocimiento de la injusticia desproporcionada pese a los terribles atentados de Hamás; hay voces internacionales, entre ellas la ciudadanía protagonista de concentraciones masivas por el alto el fuego, exigiendo una solución pacífica que dignifique la historia de Palestina, la nación sin territorio fijo, condenada a errar de un lado a otro o a llenarse de cadáveres. Da pavor comprobar que siglos de luctuosos desgarros no constituyen aprendizaje ninguno; que ni la experiencia ancestral de tanto exilio ni la emergencia climática —de por sí, una amenaza para nuestros pies faltos de lar donde aterrizar, como diría Bruno Latour— han forjado un mantillo de sentido común, fértil, receptáculo de riegos que no sean de sangre. Ahora creo que, si durante años he permanecido loca por enraizarme, pendiente de un sol que no salía, se debía no sólo al trauma personal, sino también a la constatación de lo mucho que se han acelerado las perversas lógicas políticas y económicas que condenan a tantas personas al ostracismo hasta el punto de carecer de un rincón para plantar la semilla. Tierra, casa y oficio, raigambre afectiva y cultura, ¡no era tan difícil! Pero hemos decidido destruirlo todo.
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