El peso de los mitos
Siempre es peligroso encerrar algo en una leyenda. Más aún cuando en esa cárcel se confina a alguien de carne y hueso para exigirle que sea un referente eterno
Salí del cine cabizbaja y, de camino a casa, intenté dar con las razones que explicaran el porqué de aquella desazón que no se relacionaba tanto con que la película no me hubiera gustado, sino que daba de lleno en el blanco de las expectativas. Porque no se trataba, en absoluto, de que fuera lo que se entiende comúnmente por una mala película, me repetía. Por ello, casi obsesivamente, repasaba los elementos de esa historia que llevaba años esperando: la trama, el impecable trabajo de los actores, las reflexiones de hondo calado filosófico, el sentido homenaje a un mundo del cine ya extinto, los delicados vínculos que estrechan a los personajes, la inconsolable soledad que transmitía el protagonista. Ninguno de esos elementos estaba mal traído, así que empecé a intuir que la película no tenía, en realidad, ninguna responsabilidad en lo que me ocurría.
Lo cierto es que había pasado tantos años fantaseando con aquel momento, adornándolo mentalmente hasta la extenuación, que lo que le pedía a la película no era nada más cruel que eso: que estuviera a la altura de mis expectativas. O no, en realidad, algo aún más inverosímil y definitivamente imposible, que estuviera a la altura de las expectativas de una persona que ya no existe y que era yo hace unos años, la adolescente que creció enamorada de El espíritu de la colmena, El sur o El sol del membrillo. Esa persona del pasado que pedía —casi demandaba— una película que no era la que acababa de ver. Por si todo esto no fuera suficiente, al llegar a casa, cuando me dejé caer, pesada, sobre el sofá, tuve la indecencia y la poca vergüenza de pensar que se me había caído un mito.
Cuenta Joan Margarit en el poema El origen de la tragedia que “Los mitos son esa claridad / tras la que encerramos todo lo oscuro”. Por oscuro entiendo aquello que no es, dado su naturaleza, susceptible de ser categorizado y no puede, por tanto, ser algo estable, clasificable, inamovible, pero que, encerrado en esa aureola de claridad, nos proporciona una falsa ilusión de conocimiento. Pero los mitos están cosidos de relatos, y, sobre todo, de nostalgia. Son fábulas que desdibujan la realidad y, ya se trate de personas, lugares, dioses, películas, amores, restaurantes, paisajes, se convierten en símbolos santificados por tradición e historia, en una máscara opaca que distorsiona el acceso a la realidad. Claro que resulta difícil, si no imposible, sustraerse a determinadas demandas y expectativas inconscientes, dejar de lado esos marcos angostos y oscuros en los que, a fuerza de tratar de someter el mundo, hemos terminado deformándolo.
“Me la imaginava més gran” es una frase muy representativa de mi infancia. Pertenece a la serie cómica de Dagoll Dagom Oh, Europa, emitida en TV-3 en 1994, que sigue a un grupo de catalanes en sus andanzas en microbús por Europa. La recuerdo divertida y entrañable, llena de curiosidad por una Europa comunitaria recién estrenada, pero recuerdo, sobre todo, la gracia que nos hacía en casa una de las frases más conocidas de la serie. No importaba el destino al que el grupo llegara: si al Manneken Pis, a la Torre Eiffel o al Big Ben, porque la frase que invariablemente pronunciaba Ampariues, una de las protagonistas, cuando llegaba al momento culmen de la excursión no era otra que “me la imaginava més gran”. Es decir, independientemente de que se tratara de un monumento, de una plaza, de un café, ella siempre se lo había imaginado más grande, más majestuoso. En definitiva, mejor. Por eso, Ampariues, aunque entonces yo no supiera la razón, me resultaba un personaje más triste que los demás. Porque no era tan libre: nada la sorprendía.
Si bien es peligroso encerrar un monumento, una ciudad, o una vieja lectura, en un mito, aún lo es más cuando en esa cárcel se confina a alguien de carne y hueso para exigirle que sea simple y llanamente un mito, un referente, la imagen exacta de lo que en él se ha proyectado. Porque esta molesta manía de repartir la etiqueta de mito resulta en un terrible empobrecimiento y huelga decir que pierde más el que mitifica que el mitificado. Si no, ¿por qué aquella desazón al salir del cine? ¿Por qué le pedía yo a alguien a quien no conocía que siguiera siendo aquel a quien nunca había conocido? ¿Qué habría tenido que hacer para no decepcionarme?
La nueva película de Víctor Erice probablemente es maravillosa. Quizás, si yo no me hubiera hecho una idea tan cerrada, tan anquilosada, de lo que tenía que contarnos en su esperado y mitificado regreso, la habría disfrutado. Por eso, recupero a Joan Margarit que termina El origen de la tragedia con unos versos que dicen: “Nietzsche se equivocaba: somos más fuertes cuando los mitos son más débiles”. Porque lo que ocurre cuando encerramos a los mitos en espacios angostos donde no entra el aire es que les dejamos poco margen para, simplemente, poder existir.
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