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Estar sin estar
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La eternidad es un campo de fresas

Manuel Guerrero, la voz de la radio mexicana a cargo del programa de ‘El Club de los Beatles’, falleció esta semana

MANUEL GUERRERO
JORGE F. HERNÁNDEZ

Por lo menos en México, la voz de The Beatles se llamó Manuel Guerrero. Escribo con tristeza y asombro. Triste porque hay una inmensa deuda de gratitud con la voz de Guerrero como interlocutor —más que locutor— con un mundo que hemos de procurar que nunca se desvanezca y asombro porque hasta hoy le veo la cara a Manuel, el del micrófono infalible que no solo programaba música de John, Paul, George y Ringo todos los días, en dos franjas horarias; es decir, dos veces al día en benditas horas mexicanas millones de radioescuchas de varias generaciones sorteábamos el amanecer, la hora al volante, la generosidad del transporte público que optaba más por el sonido Liverpool que las estaciones de rancheras o eso que llamamos la música que llegó para quedarse.

Ahora que le pongo cara al rostro de la voz de Los Beatles, quisiera confesarle que hay una novela (que a menudo releo) donde un autor errante le dedica un capítulo entero al devenir cotidiano del habitante del antiguo D.F. guiado, cronometrado y sincronizado con las emisiones del Club de los Beatles y su vida andante entre el neblumo de la megalópolis enloquecedora sólo se entiende –y sólo lo leen así—entre quienes despiertan con Here Comes The Sun, desayunan con A Day in the Life para pasar por el atrio de un templo donde una anciana llamada Eleonora recoge el arroz desperdigado por una boda anónima y quizá invierten la tarde en pasar la mano abierta por la cabellera de un amor que levita por Aquí, Allá y Everywhere para terminar todos los días con A Hard Day’s Night.

Quizá la biografía del propio Manuel Guerrero no se entiende sin empatar la cronología de un niño nacido en la Ciudad de México en 1958 que a los seis o siete años de edad escuchó precisamente el Evangelio de la Noche de un día difícil y descubrió su apasionada vocación por no sólo conocer cada una de las músicas, cada una de las letras y su traducción al español y cada una de las muchísimas historias que ése mismo niño habría de compartir décadas después –durante más de tres décadas—con radioescuchas miles. Guerrero pasó primero por un propedéutico exigente: el célebre concurso de la televisión mexicana que se llamaba el Gran Premio de los 64 mil pesos que semana a semana exigía trivias y galimatías, enigmas y misterios a resolver para concursantes diversos que pretendían revelarse como expertos en algún tema específico y de paso, ganar una fortuna. Manuel Guerrero era apenas un adolescente cuando deslumbró a millones de televidentes mexicanos con el progresivo triunfo de un joven sabio sobre los entresijos musicales, los enredos musicales, las psicodélicas biografías e incuso el doloroso rompimiento de un grupo de melenudos que cambiaron para siempre no sólo la historia de la música sino las enrevesadas cuadrículas de la cultura occidental (y de otros lares) para siempre.

Ya con licencia para microfonear, Manuel Guerrero se volvió una voz emblemática en el dial de la radio mexicana. Incluso, más allá del apostolado de Liverpool y la cotidiana convivencia de sus cuatro evangelistas en cuarteto o bien como solistas, Manuel Guerrero dirigió y dio voz a otros programas de la buena música de nuestras épocas, aunque hoy predomina por encima de todo ruido, muy lejos de las horrendas guerras y miles de niños sacrificados, niñas mutiladas y huérfanas y tanta sangre inocente se oye el rumor de una voz que poco a poco se van ensanchando en las nubes donde John casi grita que deberíamos darle otra oportunidad a la Paz o bien el piano blanco en casa blanca sin muebles que deletrea –mienrra Yoko Ono abre las persianas blancas— y John al teclado canta como gregoriano el eterno recordatorio de que deberíamos tan sólo imaginar un mundo sin religiones enfrentadas donde todos absolutamente todos los seres viviéramos la vida sin Cielo ni Infierno, sin destrucción y mentiras.

Ha muerto Manuel Guerrero y parece esfumarse una época feliz de acetatos giratorios, devoción radiofónica y un club multitudinario conformado por neófitos y convencidos, feligreses de canas y enloquecidos recién contagiados de tanto Twist and Shout, tanta utopía Across the Universe y veo claramente entre una nube verde y sana neblina de nostalgia que George Harrison le tiende la mano a un paisano de su esposa como bienvenida al Paraíso… nubes adelante, es John Lennon el que quizá finge recordar que el locutor divulgador impagable llamado Manuel Guerrero que acaba de llegar Free As A Bird al Jardín del pulpo es el mismo adolescente que recibió como premio adicional a 64 mil pesos una llamada telefónica con Yoko y John. Así que Hello. Goodbye querido Manuel Guerrero, te reciben ya para siempre dos apóstoles que parecían lampiños cuando usaban corbatines y que hoy han vuelto a la cabellera larguísima y luengas barbas bíblicas para recordarte que la eternidad efectivamente es no más que Strawberry Fields Forever.


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