Por un culo de plástico
Es probable que el señor Milei presida el país; aun si no lo logra, lo ha cambiado: ha corrido los límites de lo que los argentinos toleraban
El culo de plástico lo sintetiza casi todo. Hay una señorita, una morocha argentina de 28 años que podría llamarse Sofía Clerici y ha dedicado su vida breve a reforzar con herramientas físicas y químicas su cuerpito gentil. No vamos a detenernos en su nombre, aunque alguien pueda pensar que “Sofía Clerici” —sofía es la sabiduría, clerici los curas— tendría algún sentido tenebroso en un país que se llama “Argentina” porque sus okupas hispanos se dejaron convencer de que rebosaba de esa plata —argentum— que no tenía ni en foto.
La señorita, en cualquier caso, realza e impone sus atributos sexuales secundarios, lo que ciertos hombres llamarían su cuerpo. No lo hace por aquello de mens sana in corpore sano ni por el triste amor de sí que apodamos narcisismo; su cuerpo es su forma y su medio de vida. Lo muestra en fotos y videos, lo usa para cautivar señores ávidos y acaudalados, poderosos de circo. Y allí estuvieron —su cuerpito gentil, su culito de plástico— en las imágenes de Instagram que desencadenaron otra tormenta tonta, de las que suelen protagonizar los políticos criollos.
La historia es simple: la otra persona en esa foto, tomada a bordo de un yate despampanante en el mar de Marbella, junto a botellas de champaña y joyas caras y su culo mucho menos ilustre, era el entonces Jefe de Gabinete de la provincia de Buenos Aires, el segundo político más poderoso de la provincia más grande y más pobre de la Argentina: 17 millones de habitantes, 7 millones bajo la línea de pobreza.
La foto era ofensiva y ofendió: una metáfora de tanto. El político —un tal Insaurralde— tuvo que renunciar y perderse de vista, y su caída empieza a mostrar demasiado sobre la financiación de la política, las mafias del juego, esos detalles. La señorita, en cambio, aprovechó sus 15 minutos de fama. Y el señor Milei, candidato que ha basado su campaña en el odio que tantos argentinos sienten por los políticos argentinos, siguió ganando puntos.
Todo esto para decir que estos señores y señoras tienen muy bien ganada la fama de estúpidos aprovechadores que los empaqueta. Los episodios de corrupción se suceden, llenos de imaginación. Todos consisten en lo mismo: conseguir plata para hacer vulgaridades, demostrar tristemente quiénes son.
La corrupción irrita porque es la muestra más acabada de las prebendas del poder político. Se aprovechan de un lugar que supuestamente les dimos para otra cosa. Niegan la ficción fundamental de la democracia: que nos representan, que están ahí para cuidarnos, ayudarnos, servirnos. Son la evidencia más fuerte de un egoísmo que no debería existir. Lo curioso es que todos somos, a nuestra escala, en la medida de nuestras posibilidades, corruptitos. Preferimos, tantas veces, sobornar —la palabra es muy fea, usamos otras— a un funcionario antes que pagar una multa. Lo más duro de la corrupción es que establece una desigualdad extrema: entre los que pueden y los que quisieran.
Y te dicen —a menudo te dicen— que “la corrupción no es de izquierda ni de derecha”, para decir que la practican señores que se proclaman tanto de izquierda como de derecha. Y que, por lo tanto, “la corrupción no tiene ideología”. Cuando la corrupción es, precisamente, el triunfo de una ideología: la que los hace querer dinero, consumo, lujos varios, ventajas personales. Es triste y tedioso que la mayoría de los corruptos quieran plata para comprarse coches gordos, viajes vistosos, siliconas y sus contenedores, vestidos con sus marcas, joyas, tapas de revistas. A veces parece que lo peor de esta raza de corruptos es su falta de imaginación, su ambición tan escasa.
No son —no parecen ser— capaces de disfrutar del placer mucho mayor de hacer algo que valga la pena, de mejorar las vidas de millones, de sentir —si acaso— su cariño, su confianza, su agradecimiento, de ganarse su párrafo en el manual de historia. No son personas con ideas; son personas con pequeños apetitos. Para satisfacerlos necesitan mantenerse en el poder: para ellos el poder es un instrumento que sirve para conservarlo. Así convirtieron a la política —argentina— en el reino de las astucias bobas, lo que en porteño se llamó “avivada”.
Las avivadas reemplazan a los programas y proyectos y lo mejor es que les suelen salir mal. Un hecho reciente lo muestra descarnado: la invención de Milei. Javier Milei es otro error de los políticos argentinos.
Ya es un clásico: los derrotados de mañana inventan hoy al Frankenstein que los va a someter. Lo hizo Raúl Alfonsín con Carlos Menem en 1988, porque creía que le servía para debilitar al que suponía su verdadero adversario, Antonio Cafiero, y Menem lo echó. Lo hizo Ernesto Duhalde en 2003 con Néstor Kirchner, porque le servía para acabar con Menem —pero Kirchner acabó con él. Lo hizo Cristina Fernández en 2007 con Mauricio Macri, cuando dividió su partido para que Macri pudiera ganar las elecciones a jefe de gobierno de Buenos Aires porque creía que, de tan pijo o gomelo o cajetilla o fresa, era su enemigo más fácil y más útil —y ocho años después la sacó del gobierno. Y ahora lo hicieron el Dúo DosFernández y su candidato Sergio Massa con Javier Milei porque creyeron que le podía sacar votos a la derecha de Patricia Bullrich, y lo hizo también la derecha de Patricia Bullrich con Javier Milei porque creyó que le servían sus ataques constantes contra el peronismo. Así, hace 35 años que cada político ganador fue una creación —retorcida, fallida— de sus enemigos: grandes visiones estratégicas, balaceras de tiros en los pies.
Gracias a esa tontería sostenida, a gobernantes que piensan más en los culos que en sus gobernados, a caciques que elucubran planes brillantes que siempre están mal elucubrados, la Argentina está como está, y ahora avanza hacia un abismo incalculable. Es probable que el señor Milei presida el país; aun si no lo logra, lo ha cambiado: ha corrido los límites de lo que los argentinos toleraban. Hace un año era impensable que un candidato a presidente dijera, retomando las palabras del gran asesino y ex almirante Massera, que el genocidio de los 70 fue “una guerra donde se cometieron algunos excesos”. O que el cambio climático es un invento marxista o que no hay brecha salarial entre hombres y mujeres. O que los argentinos deben armarse para combatir la delincuencia. O que el país no debe tener moneda ni Banco Central y que el único capaz de regular las relaciones humanas es “el Mercado”, así que la educación y la salud deben ser privadas y todo —incluidos niños u órganos humanos— puede ser comerciado si hay quienes quieran comprarlo y venderlo.
Esa será, gane o no gane, la herencia del señor Milei: la convicción, que ahora muchos desesperados abrazan, de que un país no es una comunidad de personas que intentan convivir lo mejor posible sino una selva donde todos se enfrentan para conseguir lo mejor para sí. En muchos casos ya lo es, pero nadie lo dice: ahora hay uno que sí, y lo legitima. Con esa premisa todo va a ser muy complicado. Se lo debemos, claro, al empuje desquiciado de Milei y, sobre todo, a la estupidez de los políticos argentinos. Y, si acaso —pero digámoslo bajito—, a unos cuantos millones de personas que los votan, los soportan, les aguantan casi todo salvo un culo de plástico en Marbella, caramba, porque eso sí que no se puede tolerar.
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