El horror
Hay algo profundamente obsceno en utilizar a las víctimas inocentes de un bando para arrojárselas a las del otro. Como si hubiera violadas de primera y de segunda, bebés buenos y malos, vidas más valiosas que otras
Admitámoslo, por mucho que nos avergüence: hay algo en el horror que nos fascina tanto o más que nos repele. Vale, no a todo el mundo, no todo el tiempo, no del mismo modo. Abandono el presuntuoso plural mayestático para hablar de mí, la única persona que reconozco en el espejo, y no siempre. Cuando el pasado sábado, después de un día desconectada del móvil, volví a casa y me asaltaron las imágenes de los jóvenes israelíes bailando en un festival de música electrónica minutos antes de ser asesinados o secuestrados por milicianos de Hamás, ya no pude apartar la vista de la pantalla ni el recuerdo de mi mente. La estampa era, es, tan terrible como hipnótica. Sanísimos chicos y chicas altos, guapos, vestidos a la última, con las lustrosas melenas al viento y las ganas de comerse el mundo intactas, bebiéndose la vida a morro sin sospechar que tenían las horas contadas. Mi espanto, genuino, no era del todo inocente. Tenía algo de egoísta. Esas chavalas de las rastas de colores, los shorts minúsculos y las botas camperas podrían haber sido mis hijas desmadrándose en el Sonorama este verano, poniendo morritos a cámara para subir luego las fotos a Instagram.
Seamos realistas: el mal, cuanto más cercano y fotogénico, más nos golpea. Por eso, y no solo por la injusticia de su muerte, a tantos les impresionan más las imágenes de los bellos danzantes que las de los niños palestinos despanzurrados por las bombas israelíes llevados agonizantes en brazos al hospital por sus padres. No hablo de quién tiene la razón, quién oprime a quién, quién empezó primero. Hay algo profundamente obsceno en utilizar a las víctimas inocentes de un bando para arrojárselas a las del otro. Como si hubiera violadas de primera y segunda, bebés buenos y malos, vidas más valiosas que otras. Pero convengamos en que los dramas pobres, feos y lejanos son menos drama. Al día siguiente, salí al esplendoroso domingo de octubre y en la calle nadie hablaba ni de Israel ni de Gaza. Estamos anestesiados.
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