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tribuna
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Ahora que cumple 80 Julio Iglesias

Le tocó encarnar la hora de gloria y dinero de la industria del disco. Y mientras los pecios de la movida se han reciclado, el cantante madrileño lleva una vida entera de fidelidad gestual a sí mismo

Julio Iglesias
Julio Iglesias en una actuación en el Royal Albert Hall en Londres, en mayo de 2014.Samir Hussein (Getty Images)
Ignacio Peyró

A una semana de cumplir 80 años, Julio Iglesias puede meditar sobre un destino humano atípico: ha parado un penalti a Di Stefano, ha sido amigo de los Reagan y los Clinton, ha actuado para Mitterrand y ha intimado con Sarkozy, ha cantado con Parton o Sinatra y —entre otros honores más o menos verosímiles— cuenta con un día oficial en Miami, una estrella en Hollywood, otra en Schevegeningen (dondequiera que esto esté) y hasta la ciudadanía de honor de Benidorm. En un golpe de comicidad involuntaria, una asociación de familias norteamericanas llegó a nombrarle Padre del año cuando aún, por cierto, le quedaban cinco hijos que engendrar. A sus 80 años, en fin, se le supone, peldaño más, peldaño menos, el sexto artista más rico del mundo y, allá con Madonna y Elton John, el que más discos ha vendido cuando, nota relevante, aún había que comprarlos. Ha sido el español más conocido del siglo XX tras Dalí y Picasso y, por si el cursus honorum fuera escaso, es embajador del cocido de Lalín. En la última vuelta del camino, a Julio Iglesias la ironía posmoderna le ha regalado ya su forma suprema de inmortalidad: convertirlo en meme. Eso también significa, hélas, que para más de una generación ya no es una voz que les habla sino una presencia desactivada, asumida, como un paisaje de fondo.

Una ironía algo más llamativa es que Tangana o Rosalía hayan tenido ya la atención de bandadas de semiotas y críticos culturales mientras que, más allá del gesto de perdonarle la vida, Julio Iglesias no ha merecido ni el interés académico —tras vender 250 millones de discos— de los sociólogos. Puede pensarse que él ha tenido no poca culpa a la hora de llamar sobre sí el esnobeo ajeno. Producciones blandas. Versiones mal descongeladas de los clásicos. Una estética muy suya —colores crema, playas infinitas— y en ocasiones muy poco de fiar. Una vida bañada con gran contento en salsa rosa y una fama global que, al limarle aristas, le resta atractivo. Sus letras tienen más sacarosa que complejidad y su música unas ambiciones que solo pueden calificarse de realistas. Al tiempo, profesionalizar un perfil de macho rijoso no es un rasgo que hoy —en plena reivindicación de una masculinidad tranquila a lo Perales— merezca mucho aplauso. Tampoco le ha ayudado a redimirse hacer negocios con Zaplana. Todo esto, sin contar con que —dicen— canta poco, compone menos, no toca nada y baila mal. He ahí culpas suficientes como para no haber logrado siquiera la absolución condescendiente con que, vía música chochi, hemos integrado con honores en el canon de lo aceptable a, qué sé yo, Raphael o Massiel. Y aun así, tenerle antipatía a Julio Iglesias sería como sentir odio a los delfines, tal vez porque en el momento adecuado suena Hey! y no hay nada que no se pueda perdonar.

Decir que hemos sido injustos con Julio Iglesias equivale a decir que la vida ha sido tacaña con Bill Gates, pero quizá haya que volver a mirarlo para purgar algún complejo de culpa cultural. Hans Laguna afirma, con razón, que ha sido la primera estrella pop verdaderamente global, pionero de la marca personal y padre “o abuelo” de la actual música latina. Sí: supo cantar a la gente en su propio idioma —concretamente en 14 idiomas— y llegar el primero hasta a los chinos. Como producto nacional, iba a ser conocido en EE UU antes que el jamón y a triunfar en un mercado —número uno en Inglaterra— donde hasta Felipe II se estrelló. Le tocó encarnar la hora de gloria y dinero de la industria del disco. Y mientras los pecios de la movida se han reciclado en consultores y los cantautores viven en casas idénticas a aquellas donde vivía la gente que odiaban a los 20 años, Julio lleva una vida entera de fidelidad gestual a sí mismo. Por lo demás, basta escuchar a algún triunfito huracanado para recordar que no es lo mismo tener voz que saber cantar. Si ha sido un machito rozagante, pongamos parte en la época: no era mucho más sensible la prensa que lo llamaba “sex symbol de la menopausia” (Time) o describía a su público, incluso en medios progresistas, como “señoras más bien entradas en años y en kilos” a las que aportaba “excitación, sensualidad, calentura y melancolía”.

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Quizá ahora Julio merezca afecto, sin embargo, precisamente por lo que tiene de paisaje de fondo. Nació en los años del hambre, fue hijo de un camisa vieja, triunfó en el momento de desperezo esperanzado del desarrollismo. Iba a evolucionar con tanta naturalidad —y con tanta gente en España— que pudo hacer campaña por Aznar sin dejar de admirar públicamente a Felipe. De alguna manera, ha sido, junto al Real Madrid —jugó en sus juveniles—, la única expresión cultural de la derecha madrileña capaz de trascender en masa todas las clases. Hay algo en su declinar, por tanto, que coincide con el nuestro. Es posible que con otros cantantes quisiéramos cambiar el mundo, pero con los años también nos preguntamos si no era más honesto limitarse, como Iglesias, a animar una boda.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, ahora dirige el centro de Roma. Su último libro es 'Un aire inglés'.

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