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Chile, vanguardia y espejo

Cada uno lo puede recordar a su manera, pero se diría que son muchos los que participan en la proyección del golpe de 1973 sobre la visión e incluso la organización del futuro

Cartel con rostros de detenidos desaparecidos durante la dictadura de Augusto Pinochet, en un acto en memoria en el Estadio Nacional en Santiago (Chile) el pasado lunes.
Cartel con rostros de detenidos desaparecidos durante la dictadura de Augusto Pinochet, en un acto en memoria en el Estadio Nacional en Santiago (Chile) el pasado lunes.ESTEBAN GARAY (EFE)
Lluís Bassets

Hay acontecimientos trágicos del pasado que reverberan como si sucedieran ahora mismo. Tal es el caso del golpe de Estado de 11 de septiembre de 1973 y la muerte de Salvador Allende, cuyo 50 aniversario se celebra estos días. Cada uno lo puede recordar a su manera, pero se diría que son muchos, viejos y jóvenes, los que participan en la memoria rediviva y en la proyección de aquellos hechos sobre la visión e incluso la organización del futuro.

Aquel día el Ejército terminó brusca y brutalmente la insólita experiencia de la vía pacífica al socialismo ensayada durante 1.000 días por el Gobierno de Unidad Popular. Para la izquierda más alejada de la influencia soviética era trascendental que cualquier cambio se alcanzara pacíficamente, respetando la legalidad constitucional, en un país de honda tradición democrática como Chile.

El golpe y el suicidio de Allende rubricaron el fracaso. De la vía chilena al socialismo y del reformismo. Halcones de uno y otro lado se cargaron de razón: la de quienes solo creían en una revolución como la cubana y la de quienes denunciaban la violencia inevitable a la que conduciría el gobierno de izquierdas. Es probable que esta sea la clave del suicidio de Allende, traicionado por sus subordinados militares y aislado incluso entre los suyos, pero dispuesto a terminar dignamente, sin dimitir ni rendirse, menos todavía a someterse a las vejaciones o a la ejecución humillante que le esperaba.

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En vez de socialismo, hubo capitalismo a ultranza. Se abrió la puerta a la aplicación también por primera vez y con éxito de un programa neoliberal de reformas radicales de imposible aplicación en condiciones de libertad y democracia. Chile fue un laboratorio para las políticas de Thatcher y Reagan. No terminó aquí el carácter experimental del país sudamericano. También fue vanguardia del terror de extrema derecha, que es desbordó las fronteras chilenas, patrocinado por los servicios secretos pinochetistas, la siniestra DINA, con los atentados, desapariciones y asesinatos de la Operación Cóndor.

Y como una venganza poética llegó también lo contrario: gracias a Baltasar Garzón, Pinochet fue detenido en Londres y entró en un laberinto judicial que solo terminó con su muerte. Nunca desde Núremberg recibió un mayor impulso la justicia internacional. Afectó a Estados Unidos, a Nixon, a Kissinger y a la CIA, sus patrocinadores. Destacados periodistas —Seymour Hersh, Christopher Hitchens, Peter Kornbluh…— dejaron casi todo aclarado en una de las mayores desclasificaciones de documentos secretos de la historia.

Y todavía habría que seguir. La caída de Pinochet gracias al final de la Guerra Fría, no a su nula voluntad de dejar el poder. Luego la lenta transición, la trabajosa labor de la memoria, la difícil reconciliación y la reforma constitucional pendiente e improbable. Y ahora, un joven presidente allendista y un candidato rival pinochetista, en un país crecientemente polarizado y dividido, como en un eterno retorno, espejo fiel y cercano de la evolución del mundo, aunque insólito y excepcional. Tan suyo, tan de todos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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