Muerte de una cantante
El fallecimiento de María Jiménez trae a la memoria recuerdos de una vida cotidiana acompañada de una banda sonora
Al morir María Jiménez me acordé de un vinilo y su portada y del viejo tocadiscos de la casa, del cuidado con el que había que dejar caer la aguja sobre el disco, como si fuera a acariciarlo en vez de a reproducirlo. Te decían que aquello no era un juguete y tú te acercabas con la cautela de un cirujano para deslizar la aguja con la precisión del bisturí. Me acordé del estante en el que se guardaba el disco, de su primera canción y de la última y de que, antes de que llegara el estribillo, alguien habría pedido ya a los gritos desde cualquier habitación que subiera el volumen, que era el momento de que los acordes salieran disparados por las ventanas a la calle.
Era así los sábados por la mañana, cuando tocaba limpiar a fondo en una rutina que tenía su liturgia, su melodía y su mala gana, que costaba dedicar lo mejor de tu fin de semana a quitar el polvo y limpiar los cristales. Hasta que sonaba aquello, que te arrastraba al tarareo, y sin que tú quisieras ni te gustara siquiera te ponía de un ánimo distinto, menos raro, que te llevaba a un lugar en el que todo podía ir más deprisa y, a la vez, se detenía un poco el tiempo. Lo más contradictorio era que de la rutina te sacara esa voz desgarrada.
Al morirse María Jiménez me acordé de su voz y de su música y por supuesto de su genio y de sus frases: “Por las buenas soy buenísima; por las malas soy mejor”. Pero eso vino luego. Lo primero en mi memoria fueron aquellas mañanas de sábado y aquel disco que debe de estar perdido o roto. Supongo que eso debe de ser también la muerte de una cantante: un recuerdo que renace, que será distinto en cada uno, porque todo el mundo sabe quién era María Jiménez y en cambio cada cual la reconstruye a su manera, mezclada con nuestra propia historia y con pedazos de los demás, asociada a un lugar o a un instante. Seguro que hay una justificación matemática de ese fenómeno que se da en la música como en ninguno: serán los compases o la combinación de los tonos mayores y los menores, será el tempo o cualquier estratagema del pentagrama, pero algo inexplicable hay para que las canciones se enganchen así a la intimidad y sean lo último que se va cuando se nos va la lucidez.
De ahí la importancia de que sepamos bien cuál es nuestra banda sonora, porque algunos de los temas que nos explican nos cayeron por herencia o por azar, sin que los eligiéramos. Eran los que sonaban en la radio o estaban en el casete de los viajes largos en el coche. Los que ponían los sábados de limpieza. Y tú no reparas en ello, porque no se puede vivir con los recuerdos en ristre, hasta que va y se muere María Jiménez y, sin que tú lo pretendas, te viene la portada de aquel vinilo y el niño al que, a veces, dejaban pinchar el disco o subir la voz antes de que llegara la estrofa que luego, con los años, llevarás una tarde entre los dientes: “De luchar contra la muerte, empecé a recuperarme un poco y olvidé, todo lo que te quería y ahora ya, y ahora ya, mi mundo es otro”.
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