Colega María Teresa Campos
Me atrevo a decir que lo que nunca perdió fue la pasión por la vida. Por vivirla, por contarla y por tener a alguien al otro lado que la escuchara. ¿No es eso lo que queremos todos?


Agosto ha sido tórrido en todos los sentidos. El último grito en biquinis para ciertas diosas era incrustarse una braga intrarrectal por detrás e intrauterina por delante, y un sostén del revés con el doble fin de sacar pechuga y distinguirse de las mortales que precisamos relleno por arriba y refajo por abajo. En las playas, medusas como edredones rondaban a hordas de padelsurferos de secano haciendo posturitas sobre tablas hinchables alquiladas a 30 pavos el día y celebrando la puesta de sol en chiringos a pie de arena al ritmo de la homilía del dj de guardia. Informativamente, el mes empezó calentito, con el horrendo crimen cometido por un niño bonito español, hijo y nieto de actores, en la exótica Tailandia. Siguió con la ruptura de los astros Rosalía y Rauw Alejandro, constatando que los riquísimos también lloran a mares. Medió con la alegre toma de posesión de los nuevos diputados y senadores, dejando lo gordo para septiembre. Y finalizó con una doble gesta histórica: la victoria de las futbolistas españolas en el Mundial de Sídney y la definitiva caída en desgracia del machista de su jefe y de sus palmeros, que todavía no saben ni por dónde les viene el viento. No, agosto ya no es lo que era en las redacciones.
Puede que, a esas alturas de su mal de muerte, la periodista María Teresa Campos ya no se enterara de esas noticias bomba. Sin embargo, en la hora de su adiós, no puedo dejar de imaginar lo que hubiera disfrutado contándonoslas en riguroso directo, pasando de una a otra sin despeinarse y con todo lujo de pelos, señales y opiniones al amor de la gran mesa camilla que son todas las tertulias. Es lo que han hecho todas las reinas de las teles este verano, vale. Pero ella ya lo había hecho mucho antes de que a ellas les saliera el colmillo informativo, y el otro. Ha trascendido que, al final, la gran Campos solo pesaba 30 kilos y tenía la cabeza perdida en la nebulosa de sus neuronas. Me atrevo a decir que lo que jamás perdió fue la pasión por la vida. Por vivirla, por contarla y por tener a alguien al otro lado que la escuchara. ¿No es eso lo que queremos todos, colegas?
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