El PP, Cataluña y los conservadores canadienses
Quizás las mentes más preclaras del Partido Popular consigan rectificar y que la formación aborde el problema de la plurinacionalidad de España con generosidad, genuino patriotismo y a largo plazo
La cuestión del encaje de Cataluña en España puede volver a angustiarnos en cualquier momento. Por dos razones. Una es que los pactos entre Vox y el PP, y en particular sus medidas contra la diversidad lingüística, cultural y política del país, no son un buen agüero. La otra es que el nacionalismo no muere, se adormece, y a veces se vuelve a despertar no tanto por sus aciertos como por los errores de quienes se declaran sus peores enemigos. El separatismo ofrece soluciones simples a realidades complejas. El nacionalismo centralizador hace lo mismo. Se alimentan mutuamente. Por el contrario, si algo ha demostrado la experiencia política en España en los últimos cinco años es que la prudencia y la disposición al diálogo son el camino más adecuado para apaciguar los ánimos en la calle y poner de relieve las profundas contradicciones que tiene todo movimiento separatista en un marco democrático. El procés puede estar acabado o no, y quizás todos hemos aprendido colectivamente algo de los errores del pasado. Ya veremos.
Sigue ahora una perspectiva de la situación desde Canadá. Desde hace tres décadas, la relación entre Quebec y el resto de Canadá ha sido una guía permanente en España, tanto para los que buscan la independencia de Cataluña como para los que se oponen a ella. Los referendos de 1980 y, sobre todo, de 1995 (en el que el no a la independencia ganó por apenas 54.000 votos) han sido analizados cuidadosamente: estrategias, propuestas, aciertos y yerros de unos y otros. También se ha prestado mucha atención a la llamada Ley de Claridad del año 2000, que sentó las bases para cualquier consulta territorial futura en Canadá. Menos consideración, en cambio —y merece mucha—, se ha dado a la actitud de las fuerzas políticas canadienses ante el desafío soberanista, y en especial a la del Partido Conservador de Canadá que, en principio, es la fuerza política que tiene más puntos de contacto ideológicos con el Partido Popular español. La actitud es crucial, porque el nacionalismo es, ante todo, un credo basado en y alimentado por las emociones, y dependiendo de cómo se trate a estas, incluso más que a las realidades, se podrá llegar a situaciones políticas muy distintas.
Tanto los conservadores canadienses como los españoles son defensores de la unidad del Estado. Pero no solo la retórica y las acciones de aquellos son muy distintas de las de estos, sino que también parten de situaciones muy distintas. De entrada, está por verse en España un líder del PP o, más aún, un candidato a la presidencia del Gobierno, catalán (y no es que el PSOE se luciera precisamente con Josep Borrell). Esto es lo normal en Canadá. De los seis últimos primeros ministros que ha tenido este país, cuatro fueron quebequeses y uno de estos era conservador (Jean Chrétien, Paul Martin, Justin Trudeau y Brian Mulroney, respectivamente). El actual primer ministro, Justin Trudeau, es quebequés, y el líder conservador de la oposición, Pierre Poilievre, es un francófono de Ontario que derrotó en las primarias del partido a otro quebequés, Jean Charest. ¿Se imagina alguien en España a un presidente del Gobierno catalán, con un líder de la oposición, digamos, de Castellón y valencianoparlante? Pero es que, además, cuando se produjeron los referendos de 1980 y 1995, los primeros ministros de Canadá en ese momento eran los dos liberales quebequeses (Pierre Trudeau y Chrétien, respectivamente). ¿Se imaginan ustedes también qué se habría dicho desde ciertos ambientes políticos y mediáticos en España en una situación parecida?
Hasta aquí han quedado claras dos cosas. Una, que el peso de los quebequeses en la política canadiense es incomparablemente mayor al de los catalanes en la española. La otra, que los canadienses, incluyendo quienes votan conservador, se abstienen de juzgar a sus políticos por sus orígenes geográficos y culturales, y no cuestionan el patriotismo de sus gobernantes —sean conservadores o liberales— cuando se enfrentan a retos separatistas. Y esto no es por puro cálculo electoral. El Partido Conservador, que hasta finales de los años ochenta era una fuerza crucial en el panorama político de Quebec, desde entonces se ha visto desplazado por otras formaciones conservadoras nacionalistas no muy distintas de la extinta CiU catalana. A nivel federal, en las últimas elecciones federales de 2021 apenas obtuvo 10 de los 78 escaños en disputa en Quebec. Pero este declive conservador en Quebec, no muy disimilar al del PP en Cataluña, no ha llevado al partido a demonizar a los quebequeses para sacar votos en otras zonas del país, como pueden ser el Oeste, donde hay un cierto sentimiento popular antifrancófono. Una vez más, que el lector compare actitudes recientes en uno y otro país.
Pero hay más. Las leyes lingüísticas de Quebec pueden gustar o no, dentro y fuera de la Bella Provincia. Son a veces controvertidas, pero hace ya muchísimo tiempo que el resto de los canadienses decidieron que estos eran asuntos que los quebequeses debían decidir por sí mismos. No se encontrará en los medios de comunicación canadienses, ni a políticos de ningún color, rasgarse las vestiduras o, peor, difundir bulos en ocasiones vergonzantes sobre cómo se educa allí a los niños o se trabaja en los hospitales. Quizás sean estas las razones por las que el apoyo al separatismo en Quebec, que un día tuvo detrás a la mitad de la población, haya retrocedido muchísimo y lleve ya años estancado, siendo ahora la opción preferida de apenas un tercio de los votantes.
Tras las elecciones recientes en España podría pasar, y quizás esté pasando ya, que pueda haber políticos dispuestos a seguir echando mano del nuevo anticatalanismo disfrazado de constitucionalismo para ganar fuera de Cataluña (o del País Vasco), los votos que no consiguen allí. De Vox cabe esperarse lo peor, pero el problema es lo que haga el Partido Popular. Quizás las mentes más preclaras del mismo consigan rectificar y que el partido mire al problema de la plurinacionalidad de España con generosidad, genuino patriotismo y a largo plazo. Pero las primeras dos décadas del PP en este siglo no han ido precisamente por ahí, ni lo que seguimos oyendo. Al mismo tiempo, es muy preocupante, por radical y constante, la línea de ciertos medios de comunicación afines a ese partido, que siguen prefiriendo hacer salivar a los ciudadanos donde tendrían que difundir una reflexión crítica sobre lo que las urnas han dicho. En resumen, sería conveniente que en el PP se debatieran más temprano que tarde y seriamente dos problemas que tiene el partido y, por serlo de Estado, España. Uno es de actitud, esto es, no utilizar una retórica de demonización contra los españoles que no ven la cuestión nacional como ellos. Otro —que afecta no solo a los conservadores españoles, sino a casi todos los partidos— es cómo insertar a Cataluña en el Estado, y, en sus mismas formaciones, a los políticos catalanes. Tenemos un problema estructural. Comparen el dato siguiente con la realidad canadiense: ningún catalán ha gobernado España desde la Primera República. Casi en esos mismos años, desde que sir Wilfrid Laurier llegó al cargo en 1896, 10 quebequeses han sido primeros ministros de Canadá. Casi un siglo y medio de experiencia no debería ser una simple desviación estadística, sino la constatación de una anomalía política muy grave en España y con Cataluña.
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