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COLUMNA
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Los muertos del verano

Sin ser la cantante ni la actriz favorita de nadie, Jane Birkin era alguien situado con delicadeza en los rincones reservados a la belleza en este mundo

Jane Birkin
Jane Birkin, en una imagen de octubre de 1968.Getty
David Trueba

Cada verano, con su implacable crudeza, deja tras de sí una estela de muertes. El territorio de los que dejan de estar se agranda mientras uno avanza en la vida, hasta seguramente acabar por ocupar un espacio más amplio que el de los presentes. Ese es el signo evidente de que tú también caminas hacia ese territorio. En las semanas pasadas, por ejemplo, murió Jane Birkin, que sin ser ni la cantante favorita, ni la actriz favorita, ni la personalidad favorita de nadie, era alguien situado con delicadeza en los rincones reservados a la belleza en este mundo. Cada cual puede darle la trascendencia que quiera, pero hace unos años la conocí en Madrid y experimenté su peculiaridad. Fue durante un concierto que vino a dar en el local Calle 54. Se me ocurrió que era una buena idea invitar al actor Jorge Sanz, porque, aunque seguramente ella no se acordaría, interpretó a su madre en la primera película de nuestro actor.

Durante el concierto, Jane Birkin se movía con la torpeza encantadora de alguien que renunció a ser una pija de Marylebone para ser una mujer ingrávida internacional. Había algo de timidez incluso en su voz, que entonaba canciones de las distintas etapas de su carrera, con especial mención a esa asociación imposible con Serge Gainsbourg. Nosotros estábamos sentados en primera fila, disfrutando del concierto, pero solo en la pausa del intermedio le expliqué a un amigo, Pablo Carbonell, con el que coincidimos entre el público, las razones por las que yo quería provocar ese reencuentro. Fue Pablo, precisamente, cuando llegaron los bises que cerraban el concierto quien se atrevió, entre los bravos del público, a gritar señalando hacia Jorge la frase mágica: “Ton fils!”. Al escuchar que alguien mencionaba la palabra hijo, Jane fijó la mirada en Jorge y detuvo el concierto: “No me lo puedo creer, eres tú, ¿verdad? Llevo un rato reparando en tus ojos y me decía a mí misma no puede ser, pero sí, eres tú, mi hijo”. Yo le iba traduciendo a Jorge, pues el francés es lo único que no domina, y la Birkin nos citó en el camerino, en cuanto acabara la última canción.

Allá que fuimos y desplegó todo ese encanto e inocencia que la hicieron mítica. Preguntó por López (Vázquez), que era el protagonista de aquella película La miel, escrita por Azcona y en la que Jorge interpretaba a Peciña, un travieso alumno de colegio de curas al que un profesor decide darle clases particulares a domicilio tras descubrir que su madre es una despampanante peluquera. La Birkin nos explicó que el papel era para Ornella Muti, pero que no pudo hacer la película al quedarse embarazada y a ella la llamaron una semana antes. Toda la ropa le quedaba enorme y se sentía miserable y fea en ese rodaje a machamartillo. Supongo que conoció de primera mano las bondades del género español del destape, explosión erótico-cateta tras la larga represión de la dictadura. Y fue aquel rato, al verla abrazar a su pequeño Jorge, con la naturalidad de una madre bien entrenada, cuando pensé que Jane Birkin se merecía todo el cariño, el deseo y la admiración que a veces por accidente se posa sobre una mariposa.

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