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Tribuna
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Podemos: lealtad y futuro

Los acuerdos surgen porque las partes contribuyen al todo y sobreviven en la medida en que se acepten sacrificios parciales, y esto es importante que esté presente en el acuerdo de Sumar

Lealtad y futuro
Eulogia Merlé

Tarde y de forma algo dramática, Sumar se ha constituido con éxito. Teresa Rodríguez aparte, se evita la dispersión del voto a la izquierda del PSOE (de la izquierda que asume a España como su referente nacional, se entiende). No es cosa menor. Deberían ser días de reacciones nerviosas en la derecha y de alegría y entusiasmo en la izquierda. Y sin embargo, en amplios sectores, el foco ha estado en la elaboración de las listas. Tras una larga semana en las que las quejas por el veto a Irene Montero han robado un tiempo precioso para lanzar un proyecto que ha de salir bien para evitar el desastre parece que, finalmente, se da por “cerrado” el asunto de las listas.

Las coaliciones y las federaciones se parecen mucho. Cuando se negocia un acuerdo, todos los actores se plantean dos preguntas: la primera nos devuelve a la épica del sacrificio, ¿qué puedo hacer a favor de la unión, del objetivo común? Pero a esta le sigue otra, algo menos noble: ¿qué puede hacer la unión por mí? Los acuerdos surgen porque las partes contribuyen al todo y tienen éxito y sobreviven en la medida que los distintos miembros acepten sacrificios parciales y no pongan sus intereses particulares, por muy justos que los perciban, por encima del proyecto colectivo.

Acordar no significa ser feliz. Simplemente, significa que quedarse fuera es peor que estar dentro. Y que para el resto, tenerte dentro es mejor que tenerte fuera, en las condiciones en las que se acuerda. Si además surge (o vuelve) el amor, miel sobre hojuelas. Pero no hace falta. Lo único que se requiere es un mínimo de lealtad. En el caso de las federaciones, la lealtad consiste en no asfixiar desde el centro o parasitar desde la periferia. En el caso de las coaliciones, la lealtad consiste en integrar a las partes en condiciones aceptables y en que estas trabajen para el proyecto común. Es obvio que la forma en que se producen los acuerdos deja a veces mal sabor de boca. Pero una vez que se firma, lo leal es dejar la amargura de lado y trabajar para que triunfe el colectivo.

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Viene todo esto a cuento de la lectura que cada uno haga del proceso que llevó al acuerdo de constitución de Sumar. Para algunos, el veto a la ministra Irene Montero en las listas electorales es a la vez injusto y contraproducente. Para otros, es una condición necesaria para garantizar la funcionalidad de Sumar como nuevo, y complejo, sujeto político. Es probable que todos tengan parte de razón, pero esas razones son lo que motiva las preferencias de partida en la negociación antes de cerrar el pacto. Se defienden, se negocia y, si conviene, se acuerda. A partir de ese momento, las razones y las pasiones de cada uno sobre aspectos particulares del proceso, por importantes que sean, son irrelevantes. El acuerdo se asume como propio aunque no constituya el escenario ideal de partida.

Todo descansa sobre la premisa, claro, de una preferencia sincera por el éxito del proyecto colectivo. Esa es la base de la confianza, tanto en federaciones como en las coaliciones que son estables y funcionan bien. No es lo más frecuente. Ocurre muchas veces que los actores afrontan estos procesos con cálculos más aviesos, poniendo por delante del interés común sus intereses de parte o incluso pensando en el fracaso colectivo, cuando no abonándolo, como oportunidad para renacer o reforzarse. Más allá de la retórica de la unidad que todos abrazan, lo que importa es lo que haga cada uno. Son las acciones el verdadero reflejo de las preferencias.

Sumar refleja también un segundo aspecto del federalismo. Las uniones son más probables frente a una amenaza exterior poderosa. No es casualidad que el acuerdo, por dramática que haya sido su gestión, se culmine precisamente cuando España está en riesgo de dar un giro de 180 grados a su excepcionalidad. Hasta hace nada, España era de las pocas democracias europeas donde la extrema derecha apenas tenía fuerza. Existen sesudas elaboraciones sobre los motivos de aquella excepcionalidad. Hoy, es de las pocas con partidos de extrema derecha en gobiernos regionales y de las primeras donde el neofascismo tiene serias opciones de entrar en el Gobierno. El 23-J son unas elecciones de excepción.

Lo son no solo por Vox sino por el retroceso en términos de derechos, modernización de la economía y expansión de políticas de inversión social y redistributivas que implicaría una victoria del tándem Feijóo-Abascal. Los interesados en evaluar el impacto sobre la calidad institucional, el pluralismo informativo o la competitividad sólo tienen que mirar con un mínimo de objetividad a la evolución de Galicia en las últimas décadas. El aquelarre de Valencia indica que ni quieren ni pueden engañar a nadie. Hay en juego mucho más que una mínima calidad de la democracia. Se trata de frenar el más que probable retorno a un capitalismo de captura obsceno que está en la base de unos niveles de desigualdad estructurales que apenas han empezado a revertirse.

Corregir el legado histórico de la desigualdad en España requiere la combinación de reformas en muchas áreas de la economía y del Estado. Se han dado algunos pasos importantes, tanto en la regulación del mercado de trabajo como en la introducción y diseño de algunas prestaciones, pero queda mucho por hacer. La lucha contra la desigual distribución de la riqueza y su impacto en la igualdad de oportunidades y los componentes predistributivos de la desigualdad está por desarrollar. Es urgente, entre otras cosas porque la desigualdad económica y la desigualdad política tienden a retroalimentarse. Una derrota el 23-J traerá consigo un retroceso mayúsculo en un país donde los niveles de desigualdad y pobreza infantil siguen siendo muy elevados. Y por supuesto, está en juego la consolidación de las muchas expansiones de derechos que se han logrado en los últimos años.

Ante esta perspectiva, lo que más le conviene al tándem Feijoo-Abascal es que se siga hablando de injusticias, cobardías, traiciones, emociones y derrotas inevitables por culpa de errores estratégicos. Por contra, lo que más le conviene al país es que se hable de lo que se ha hecho, de lo que deshará una alternativa que viene con hambre atrasada y, sobre todo, de lo mucho que queda por hacer y cómo. Sólo así se evitará un efecto desmovilizador que puede tener mucho de profecía autocumplida.

Los primeros indicios no son muy halagüeños, pero queda margen para corregir el rumbo. La clave para lo que importa está en cómo se metabolice en campaña la dolorosa cesión que permitió extraer ocho puestos de salida y el 23% del presupuesto del grupo parlamentario. Sumar haría mal en considerar a Podemos un adversario derrotado a ignorar. Por su parte, Podemos puede aceptar de verdad el resultado de la negociación y poner todo su capital político al servicio de la protección de sus propias conquistas, comportándose de maneral leal. O puede caer en la tentación de hacer una campaña de brazos caídos, proyectar una imagen de desafección anclada en poderosas razones y contribuir a la llegada al poder del neofascismo para inmediatamente redefinirse como la única línea de defensa. Es evidente que en este escenario algunos vivirán mejor contra Feijóo y Abascal. Pero a la gran mayoría le irá mucho peor. Desde la lealtad, se abren opciones. Sin ella, vienen tiempos oscuros, salvo para unos pocos. Que cada uno piense cómo quiere contribuir a la lucha contra la desigualdad y a la mejora de la democracia en España.


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