Nido vacío
Poco se ha escrito sobre la aflicción que te entra cuando los polluelos dejan la casa familiar
He tardado 25 años, 11 meses y 18 días en escribir estas líneas. Empecé a las seis y media de la mañana de un luminoso jueves de mayo, día del Corpus para más señas, cuando a esta primeriza, varada de lado en la cama con un tripón de nueve meses, la despertaron unas contracciones de vaca charolesa que amenazaban parto inminente. Aun así, presa de lo que algunos llaman síndrome del nido y yo llamo puto amor propio, me emperré en dejarme los cacharros de la cena recogidos, y las piernas, el bigote y las axilas depiladas al cero por si luego no tenía tiempo de echarme cuenta a mí misma. Hice santamente, porque, después de alumbrar a pelo a mi primera lechona, dado que entonces la sanidad pública no sufragaba la anestesia y las pobretonas paríamos como Dios manda, con tanto o más dolor que Eva, vinieron los únicos tres meses de mi vida en los que dejé de morderme las uñas, porque ni me acordaba de tenerlas al final de los dedos. Tuve después su poquito de depresión posparto, sustituida por una euforia de enamorada y una ternura infinita en cuanto a mi cría se le pasaron los cólicos de la mamona, digo lactante, y me dejó dormir seis horas seguidas. Qué voy a contar del siguiente cuarto de siglo que no sepa cualquier madre de vecino. Las alegrías, las penas, los días en vilo, las noches en vela, el querer a alguien más que a una misma. Las angustias, los ya te lo dije, la ingesta masiva de tus propias palabras, la culpa, culpita, culpa por estar, por no haber estado, por decir, por no haber dicho. Las fracturas de lengua de tanto mordérterla ante sus errores y las caídas a chorro de baba ante sus aciertos. Pues bien, hasta aquí hemos llegado.
Dicen los beatos, y los endocrinólogos, que Dios, las hormonas, llámalo equis, hace que, pasada la cuarentena, se te olviden los dolores del parto, porque, si así no fuera, nadie volvería a pasar por ellos y nos extinguiríamos. La que firma, de hecho, volvió a pasar por el trance. Pero poco se ha escrito sobre la aflicción que te entra cuando los polluelos dejan el nido. Quizá por eso, para ponerme a mí en mi sitio y las cosas en perspectiva, quiso la providencia y mi proverbial torpeza que el otro día me rompiera la crisma y casi no lo contara. Así que aquí me hallo, medio grogui entre costurones, cardenales y diazepanes, relativizando. Mañana, mi primogénita coge un AVE y vuela del nido con una bata blanca y un fonendo en la maleta. Se va a poner epidurales a las parturientas en el hospital donde nació su señora madre y a ayudar a nacer, vivir y morir sin dolor al prójimo. Que sí, que ya, que vale. Que es por su bien, que está aquí al lado, que no se acaba el mundo, que es ley de vida. Que me suelten el brazo, señores. Me cago en la ley de vida. Qué mal lo llevo.
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