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tribuna
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El peor país del mundo para nacer mujer

Ante la mirada del resto del planeta, en Afganistán se está lidiando una guerra silenciosa contra el 50% de su población a la que solo le queda el derecho a respirar, pero bajito, para no distraer a los hombres

Mujeres afganas
Una mujer afgana, en un punto de reparto de alimentos en Kabul.Ebrahim Noroozi (AP)

En Afganistán se está lidiando una guerra silenciosa contra las mujeres y las niñas, ante la mirada vacía, adiestrada para no ver, del resto del planeta. Desde agosto de 2021, con la llegada al poder de los talibanes, las afganas han vuelto a la Edad Media. Actualmente, la única ley vigente en el país es la sharía, una norma religiosa del siglo VII interpretada literal y radicalmente por el talibán, en cuyo texto se regulan, entre los posibles castigos, la pena capital, las amputaciones de manos y pies, las flagelaciones públicas y el daño físico, en general.

Ahora las mujeres no pueden tener cuentas bancarias ni pueden trabajar fuera de sus hogares. Sin poder económico, sin autonomía, las hacen dependientes de maridos, padres o hermanos, y prisioneras en sus casas, ya que no pueden desplazarse en solitario y únicamente pueden hacerlo si van acompañadas de un varón de parentesco cercano, el mahram. Las mujeres no pueden vestir con colores vivos o maquillarse, y deben calzar zapatillas para evitar que el sonido de unos tacones excite a los hombres. Deben deambular encarceladas tras un burka que las borra, las invisibiliza, las anula simbólicamente. Una cárcel con paredes de tela que apenas les deja ver la luz, mucho menos ver por donde transitan, porque el rostro de las mujeres puede excitar a los hombres.

No pueden elegir procrear o no, ya que esto lo decide su esposo, y se ha eliminado la asistencia ginecológica u obstétrica, obligando a las mujeres a parir en sus casas, con el grave riesgo que esto implica para su salud y la de sus bebés. Las niñas afganas no pueden estudiar más allá de primaria, pues la educación es la mayor amenaza frente al apartheid de género instalado con el gobierno talibán. La falta de formación, de herramientas y de conocimiento anula su independencia y no les permite desarrollar un espíritu crítico. Ahora mismo, Afganistán es el único lugar del mundo que prohíbe la educación a las niñas y a las mujeres.

Recientemente, se han eliminado los efectos jurídicos de todas las sentencias de divorcio dictadas durante los más de 20 años de democracia y actualmente están persiguiendo por adulterio a todas aquellas mujeres divorciadas que se atrevieron a casarse otra vez. Ellas son víctimas de castigos diversos, entre los que se incluyen las flagelaciones. No pueden conducir ni desarrollar cualquier actividad humana vinculada al desarrollo de un proyecto de vida, como tampoco se les permite trabajar en ONG, lo que ya está teniendo un importante efecto humanitario.

Además, debido a la terrible situación económica del país, sumado a la sequía, la hambruna y la pobreza extrema, algunas familias venden a sus hijas pequeñas en matrimonio forzoso o precoz a cambio de dotes. Lobos y leones que golpean con piedras a las mujeres, en la expresión más salvaje y arcaica de las relaciones asimétricas de poder entre hombres y mujeres, en la que los primeros son la clase dominante, propietaria de los cuerpos y las voluntades de las segundas, la clase subordinada.

Todo esto lo contaba la jueza Gloria Poyatos, de la Asociación de Mujeres Juezas Españolas (AMJE), en la gala benéfica que hace unos días organizaba el Ayuntamiento de Albacete para apoyar a las mujeres afganas. Hemos escuchado y leído sobre estas y muchas otras barbaridades que están sucediendo en Afganistán, sobre las infinitas prohibiciones de derechos fundamentales que sufren las mujeres afganas, pero qué vergüenza y qué dolor escucharlo. Hasta el Teatro Circo albaceteño también se desplazaron siete juezas de ese país con unas trayectorias brillantes, que ejercían su profesión con eficacia y responsabilidad antes de que Afganistán se convirtiera en el feudo de bestias con barba y bolsillos llenos de misoginia y maldad. Las juezas afganas han sido perseguidas por los talibanes con una especial saña, porque ellas condenan la ideología talibán y porque se atrevieron a juzgar a los hombres siendo mujeres. Su persecución forma parte de una estrategia talibán y son las víctimas perfectas para aleccionar a una población todavía en estado de shock y para eliminar cualquier atisbo de disidencia femenina a través del régimen del terror.

En Afganistán se ha impuesto un régimen dictatorial y sus políticas no solo no reconocen los derechos humanos de las mujeres, sino que los vulneran de forma continua y abierta, porque ellas son vistas como objetos pertenecientes a los hombres, con limitaciones físicas, morales, intelectuales y sexuales.

Completamente desnudas de derechos, a las mujeres y las niñas afganas les han robado todo, incluso su dignidad como seres humanos. A más del 50% de la población de Afganistán solo les queda el derecho a respirar, y bajito, como su voz o su risa, en un susurro, para que no distraiga a los hombres.

Y todo esto sucede delante de toda la comunidad internacional indiferente. Ante la actitud silente y la mirada hacia otro lado de todos, lo que nos convierte en cómplices. Hasta cuándo seguiremos con este pasotismo patológico. Hasta cuándo dejaremos nuestros corazones en modo hibernación.

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