Irlanda del Norte merece paz
Las dificultades que ensombrecen el 25º aniversario de los acuerdos no deben comportar el regreso a etapas pasadas
El acuerdo anunciado el 10 de abril de 1998 supuso renuncias y concesiones de protestantes y católicos, pero demostró ser una de las conquistas políticas más brillantes de finales del siglo XX. Ambas partes decidieron dar una oportunidad a un futuro en común, con instituciones compartidas de Gobierno autónomo. Unos y otros, unionistas y republicanos, Irlanda y el Reino Unido, acordaron —con el respaldo mayoritario en sendos referendos— que fueran los propios habitantes de un territorio lacerado por el nacionalismo de ambos bandos los que tuvieran la última decisión sobre su identidad constitucional, bajo el principio fundamental del consentimiento mutuo. Los norirlandeses serían lo que quisieran ser, pero con la condición ineludible de ponerse de acuerdo entre ellos.
Las armas callaron y la política democrática comenzó a abrirse paso. No todo fue fácil ni perfecto, y la visita de Joe Biden de estos días coincide con un momento de parálisis política. Los norirlandeses han sido incapaces de construir una memoria y una historia comunes respecto a las injusticias y crueldad inútiles que produjeron tres décadas de enfrentamiento. Perviven grupúsculos paramilitares unionistas y republicanos, marginales en su dimensión y muy vinculados a la droga y la delincuencia organizada, pero capaces aún —como han demostrado— de hacer daño. Y la justicia prometida tras aquel acuerdo sigue avanzando a duras penas, amenazada ahora con el agravante de un Gobierno conservador en Londres que ha hecho lo posible por imponer por ley un torpe intento de amnistía. La firme oposición de todos los partidos del espectro político norirlandés ha forzado a Downing Street a rebajar sus intenciones.
Pero sobre todo ha sido el Brexit y su consecuencia inevitable, el Protocolo de Irlanda, lo que han agitado el avispero cuando toda una nueva generación disfrutaba de una paz estable. La mayoría de los norirlandeses votaron en contra de la salida de la UE. La rebelión de los partidos unionistas frente a lo que consideraron una traición de Londres (la permanencia de Irlanda del Norte en el mercado interior comunitario), los llevó a la decisión de bloquear unilateralmente las instituciones autonómicas.
En esta semana de celebración del aniversario, Irlanda del Norte sigue sin un Parlamento o un Gobierno autónomos en ejercicio. Los unionistas culpan de la situación al protocolo firmado entre Londres y Bruselas, a pesar de los buenos oficios del primer ministro británico, Rishi Sunak, por reformar ese texto y dar más voz a los norirlandeses. La realidad, sin embargo, tiene también que ver con el hecho de que el Sinn Féin, el partido que durante años fue considerado el brazo político del IRA, obtuvo una victoria histórica en las elecciones autonómicas del año pasado, y correspondería a la vicepresidenta del partido, Michelle O’Neill, ocupar el sillón de ministra principal. Y esa es una imagen que espanta a los unionistas más recalcitrantes.
Si fueron capaces hace 25 años de dejar de lado unas diferencias mucho más drásticas e irreductibles para lograr la paz, es de justicia exigir al unionismo que se comporte con la responsabilidad democrática que exigen los tiempos y devuelva a Irlanda del Norte la estabilidad y la calma que permita seguir construyendo otros 25 años de paz.
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