Vientres de alquiler
La legislación española prohíbe esta práctica y la considera una forma de violencia contra las mujeres
La noticia de que la actriz y presentadora Ana Obregón, de 68 años, había decidido ser madre de nuevo por el procedimiento de un vientre de alquiler en Estados Unidos ha reabierto el debate en la política y en la sociedad sobre esta práctica prohibida en España, pero legal en otros países. El fracaso en 2019 del intento de Ciudadanos para legalizarla fue el último episodio. La ley de reproducción asistida de 2006 establece que cualquier contrato de esa naturaleza será nulo, y la reciente reforma de la ley del aborto califica expresamente la contratación de un vientre de alquiler como una forma de violencia contra las mujeres, en consonancia con organismos multilaterales. Pero la posibilidad de recurrir a ese método en países donde está legalizado plantea una incongruencia entre la regulación legal vigente y su efectivo cumplimiento. Desde que una instrucción de la Dirección General de Registros y del Notariado permitió, en aras del interés del menor, que pudieran registrarse en España los niños nacidos en otro país, son muchas las parejas, y los hombres y mujeres que han recurrido a un vientre de alquiler para sortear la prohibición.
Al calor del impacto mediático del caso Obregón, la dirección del PP se precipitó a plantear primero la conveniencia de estudiar una posible regulación de la gestión subrogada altruista, es decir, sin compensación económica, para rectificar después ante la división interna suscitada. Pero las razones para mantener la prohibición son plenamente vigentes. La experiencia de los pocos países que la han regulado indica claramente que los problemas éticos que plantea no se resuelven con una regulación más o menos restrictiva. La cuestión es que su legalización comporta siempre una mercantilización del proceso reproductivo y una explotación inaceptable del cuerpo de la mujer. Los casos de gestación subrogada altruista son testimoniales y en cambio, se genera un comercio de bebés a la carta y un gran negocio de intermediación. En la inmensa mayoría de los casos las gestantes son mujeres pobres que encuentran en la cesión de su capacidad reproductiva una fuente de ingresos. Cuando la vulnerabilidad económica es el factor determinante, no se puede hablar de libertad ni de autonomía de las mujeres para decidir sobre su cuerpo. En el momento en que media una transacción económica, el proceso se corrompe por un mecanismo de explotación social que es prácticamente inevitable.
Las técnicas de reproducción asistida permiten superar los límites naturales de la fertilidad y, tal como se aplican en Estados Unidos, lo hacen sin plantearse una edad límite o las condiciones en que se debe permitir el acceso a esta práctica para garantizar la protección del bebé. Por motivos altruistas puede ser humanamente comprensible en algún caso, e incluso cabe estipular circunstancias muy excepcionales para hacerlo, como propone el nuevo Código de Deontología Médica aprobado por el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos y presentado el jueves, pero no debe poner en riesgo la seguridad y el bienestar del menor. Esa es la razón por la que en los procesos de adopción se analizan la motivación y la idoneidad de los aspirantes, y se exige que la diferencia de edad entre el niño y los padres adoptivos no supere los 45 años. En el caso de los vientres de alquiler se ha caminado a una banalización de la técnica, con cada vez más casos de modelos, famosos o ricos sin más que recurren a un vientre de alquiler por conveniencia profesional o para preservar su cuerpo de los efectos de un embarazo. La maternidad o la paternidad pueden ser un deseo legítimo, pero no prevalecen sobre el derecho del niño concebido ni sobre los derechos humanos de las mujeres.
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