Memoria viva de la resistencia
La exposición en la Biblioteca Nacional en homenaje a la cúpula de CC OO condenada por el franquismo nos recuerda que cuanto más tiempo pasa, más difícil es preservar el testimonio, que las vidas son breves y los recuerdos muy frágiles, y que lo que no se cuenta no existe
Cincuenta años no es nada. Las fotos de las fichas policiales de los resistentes muy jóvenes cuelgan ampliadas en una sala de la Biblioteca Nacional y algunos de ellos, todavía gallardos y tenaces, las miran con aire de extrañeza, asombrados del paso de tanto tiempo, confrontados con el testimonio indeleble de su propia juventud. El rigor académico de los investigadores alcanza una temperatura emocional cuando a alguien en el público se le llenan los ojos de lágrimas, o cuando los familiares de alguno de los que ya han muerto ve su cara en blanco y negro, en una de esas fotos en primer plano que atestiguan el estupor de quien acaba de ser detenido y tal vez golpeado, quien ha recorrido pasillos con las manos esposadas y ha tenido que mirar fijo a una cámara y ponerse luego de perfil para que se complete su nueva identidad de preso, confirmada cuando las yemas de los dedos manchados de tinta se aprietan una tras otra en una cartulina administrativa.
El tiempo trata a cada uno de manera distinta. Los sindicalistas jóvenes que en 1973 eran procesados como criminales y amenazados con condenas de muchos años ahora son estos ancianos que en algún caso ni siquiera lo parecen, como si la adversidad de entonces los hubiera fortalecido para siempre. Nicolás Sartorius tiene un porte de catedrático que se mantuviera en ejercicio muchos años después de la jubilación oficial. Eduardo Saborido conserva el perfil aguileño y la mirada intensa de la juventud, la expresión de desafío que tenía en la ficha policial. En la cara ancha y cordial de Francisco Acosta solo se echa en falta el pelo muy negro y el bigotazo entre mexicano y pop de 1972.
La Historia es el presente. Voy recorriendo las vitrinas donde se muestran antiguos panfletos mecanografiados y reproducidos en aquellas multicopistas de entonces y algunas personas que conversan conmigo son las mismas que se jugaron la vida y la libertad imprimiéndolos clandestinamente, llevándolos de un sitio a otro con el corazón lleno de miedo y coraje, arrojándolos en medio de la calle en vendavales rápidos que eran como espejismos de sublevación en la normalidad espesa de la tiranía. Desde la cárcel, en diciembre de 1973, Marcelino Camacho envía una felicitación de Navidad redactada con la caligrafía meticulosa de los autodidactas. Los panfletos están escritos a máquina, con interlineado sencillo, con márgenes muy estrechos, para aprovechar al máximo el papel. Del exterior llegan publicaciones algo más cuidadas, que cruzaron la frontera en el doble fondo de los maleteros, y que son la prueba tangible de que el heroísmo de los luchadores ha despertado impulsos internacionales de solidaridad. En la Biblioteca Nacional, donde se custodian pergaminos medievales y manuscritos y primeras ediciones de obras maestras, los documentos tangibles de la resistencia popular adquieren una nobleza mayor porque están hechos con materiales muy frágiles y porque su propia perduración tiene algo de excepcional. Tan importante como imprimirlos y darles difusión era poder desprenderse rápidamente de ellos: quemarlos a toda prisa, romperlos en pedazos mínimos para que desaparecieran por la taza del váter. Lo más frágil puede ser también lo más valioso. En el remite de un sobre común que tiene las huellas de haber pasado por muchas manos está cifrado el cautiverio: Rte. Marcelino Camacho Abad- ·3ª Galería-Prisión Carabanchel- Madrid-25. Algunas hojas tienen las marcas de haber sido dobladas muchas veces para esconderlas mejor, y en los dobleces el papel se ha agrietado al cabo de tantos años.
Estoy visitando una exposición sobre el Proceso 1001, que en los primeros setenta fue el asalto más grave de la dictadura contra el movimiento sindical, representado entonces por 10 dirigentes de Comisiones Obreras. También estoy reviviendo una parte de mi propia vida lejana, del despertar de mi conciencia política. A mis manos temerosas y ávidas llegaban entonces algunos de estos panfletos que ahora son reliquias históricas. En Radio París y en la Pirenaica escuchaba a medianoche, con el volumen bajo y la puerta cerrada, los nombres de los procesados, y las noticias sobre acciones de protesta contra el régimen que sucedían en las ciudades fabulosas del mundo donde reinaba la libertad. Hoy me conmueve ver de cerca y reconocer bajo el velo del tiempo las caras de aquellos héroes, estrechar sus manos, escuchar sus voces claras y lúcidas a pesar de los años. Un hombre de ahora, que nació justo entonces, Unai Sordo, secretario general de Comisiones, vindica la historia de la lucha sindical como un elemento imprescindible de nuestra memoria democrática. Nicolás Sartorius, muy erguido ante su atril, enlaza el testimonio de la resistencia en los tiempos más oscuros con las urgencias políticas de ahora mismo, y aprovecha para celebrar el valor fundacional de la amnistía de 1977, recordando que fue Marcelino Camacho uno de sus defensores más vehementes. “Amnistía no significa amnesia, sino reconciliación”, precisa Sartorius. La amnistía no fue una capitulación, ni una componenda, sino una conquista que las fuerzas democráticas habían exigido siempre. Sartorius es un maestro en decir con claridad no diciendo: dice que la democracia no se hereda, así que hay que estar defendiéndola siempre, y procurar no equivocarse en el voto, ni equivocarse no votando, y ser capaces de llegar a acuerdos cuando se ve claro que la división es garantía de derrota.
La exposición es muy atractiva y muy didáctica, estremecedora como un álbum familiar. Que esté en un sótano ya da una idea de claustrofobia carcelaria. Que haya tardado tantos años en celebrarse es una prueba de la negligencia y la desgana con que el sistema democrático español ha examinado los orígenes de su propia legitimidad: no el fracaso de una memoria institucional rigurosa y abarcadora, en la que la inmensa mayoría pueda ponerse de acuerdo, sino su pura inexistencia, hasta hace muy poco. Cuanto más tiempo pasa, más difícil es preservar el testimonio. Las vidas son breves, los recuerdos muy frágiles. Lo que no se cuenta no existe. Entre el público veo a Julián Ariza, y lo felicito por el volumen de memorias que acaba de publicar, El precio de la libertad, que tiene páginas admirables sobre su infancia de clase trabajadora en el Madrid de la primera posguerra, donde los niños jugaban en las trincheras y entre las ruinas. El relato histórico se convierte en pura experiencia personal. El Proceso 1001 fue suspendido justo cuando iba a comenzar porque esa misma mañana fue asesinado el presidente Carrero Blanco. Francisco Acosta me cuenta que los 10 acusados se vieron juntos en una especie de jaula, en los sótanos del tribunal, llenos de miedo, acongojados por la incertidumbre de lo que podría sucederles si los elementos más extremistas del régimen decidían tomarse contra ellos la venganza por el atentado. Falangistas armados y guerrilleros de Cristo Rey rondaban por las Salesas amenazando a los familiares de los presos. Ellos aguardaban en silencio, detrás de los barrotes, temiendo lo peor. Me dice Acosta que en esos momentos, para distraer la tensión, Marcelino se puso a contar en voz baja chistes de Franco. “Y ahora voy a dar charlas, a sedes del sindicato, y hay compañeros jóvenes que se sorprenden de que en esa época tan solo por ser militantes de Comisiones nos torturaran y nos metieran en la cárcel”. Pero Acosta lo dice con buena cara y sin mal humor, con una conciencia insobornable de seguir haciendo lo que es necesario y justo, contar lo vivido, defender lo ganado. A estos viejos sindicalistas que no se sometieron a la tiranía no puede doblegarlos nadie.
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