Soldados de prensa
Si ni podemos darles nada más a los ucranios, démosles por los menos atención, que también consiste en cobrar conciencia del enorme poder que ejerce la propaganda rusa y en escuchar el relato verídico de lo que sucede allí
El día de la invasión rusa, a Olena Bratel, profesora de lengua española en Kiev, la despertó una llamada de su padre, que le aconsejaba salir de la ciudad lo antes posible: la advertencia de Biden, que a muchos les parecía inverosímil, se había hecho realidad. Unos decían que los tanques entrarían pronto en la capital; otros, que las fuerzas ucranias habían volado el puente del norte, por donde iban a entrar, y así se había ganado tiempo. Pero Olena Bratel no tenía coche propio, y moverse con sus dos hijos —una niña de cinco años y un niño de once— no era fácil. Vio a la gente frenética vaciar los mercados y las farmacias, todos con la incertidumbre de lo que no había ocurrido todavía, y en la tarde de ese primer día de la guerra, cuando corrieron rumores de ataques aéreos, tomó a sus dos hijos de la mano, caminó 45 minutos vigilando el cielo y fue a refugiarse en los sótanos de una escuela. Desde allí, por teléfono o mensajes de video, empezó a hablar con medios españoles.
Por eso conocemos su historia, que es la de miles de ucranios cuyas vidas han quedado alteradas por la agresión de Putin. (Hay otros miles, decenas de miles, cuyas vidas se han cortado prematuramente). Olena Bratel ha dicho que no le gusta ese protagonismo involuntario, pero sabe que es útil que la gente conozca su caso. Así hemos sabido que esa madrugada, la primera que pasó en el refugio, la sacó del sueño un estruendo que no conocía. Se había pasado varias horas tranquilizando a su hijo, que hacía preguntas sin parar: ¿estaban realmente a salvo en esta escuela? Olena Bratel le explicó que allí estaban bajo tierra, más protegidos de los bombardeos. ¿Y si destruían el edificio, si el edificio les caía encima y quedaban atrapados? Pues en uno o dos días vendrían a sacarlos, pero la estructura los habría protegido: aquí estaban más seguros que en casa. De todas formas, no van a bombardear una escuela, le explicó Olena Bratel a su hijo, igual que el día anterior le había explicado que nadie iba a bombardear un barrio residencial. Pero supo después que el estruendo de la madrugada había sido un misil, desviado por las defensas ucranias, que había ido a estrellarse en el corazón de su barrio.
Tal vez fue entonces cuando decidió escapar. La decisión no fue sencilla, como no lo había sido la de cambiar su casa por la escuela, no sólo por la incertidumbre que agobiaba a todos, sino por la responsabilidad que le pesaba sobre los hombros: la suerte de sus hijos dependía de su acierto o su error. “Depende de mi decisión su vida”, dijo en una de esas comunicaciones con los medios. Olena Bratel se había mantenido en contacto con amigos españoles, y así, siguiendo su consejo, salió hacia una aldea vecina de la frontera con Polonia, viendo en el camino los tanques que iban a invadir Kiev, y desde la aldea silenciosa mandó un mensaje de video para decir que había llegado bien. El siguiente mensaje lo mandó desde Polonia: acababan de pasar la frontera; sus hijos estaban a salvo; vivía momentos de horror cuando no recibía noticias de sus familiares, esos familiares que había dejado atrás, pero sus hijos estaban a salvo. Alguno de sus amigos, finalmente, le compró el tiquete aéreo que necesitaba, y Olena Bratel llegó a España el 8 de marzo, hace un año y tres semanas, con la vida trastornada para siempre por la guerra, pero con la conciencia, imagino yo, de que ha tenido la suerte de contar su historia.
La conocí el lunes pasado, pero no fue ella quien me contó lo que acabo de contarles: lo he reconstruido por mi cuenta a partir de un comentario suyo. Olena Bratel era una de 10 o 12 hispanistas, hombres y mujeres, que sacaron tiempo para reunirse conmigo y con el escritor colombiano Héctor Abad, todo por iniciativa de Sergio Jaramillo y de la campaña #AguantaUcrania, sobre la cual escribí en esta tribuna hace ya varias semanas. La campaña, como acaso recuerden ustedes, trata de tender muy necesarios puentes entre América Latina y este pueblo ucranio que lleva más de un año resistiendo la agresión de la Rusia de Putin con algo que sólo puedo llamar heroísmo. La campaña es tercamente civil; quiero decir que no sale de partidos políticos ni son políticos sus intereses, ni sale de instituciones ni de iglesias ni de gobiernos de ninguna parte, sino de ciudadanos de a pie que se han unido —escritores, músicos, artistas— para decir con las palabras que quieran su compasión, su admiración o su franca solidaridad. En la reunión del lunes dijo Olena Bratel: “Es importante para nosotros saber que no estamos solos”.
Yo no sé de qué sirva esta compañía que les damos desde tan lejos, y además desde realidades mucho más cómodas que la que los agobia a ellos. Pero el cinismo no me alcanza para negar que es por eso precisamente por lo que estas comunicaciones (estos puentes, sí) cobran una cierta importancia, y a veces cierta urgencia, para los ciudadanos de Ucrania. Creo que no me equivoco: por el hecho de escribir desde un lugar donde no hay guerra (no una guerra como aquella, quiero decir, donde una máquina militar poderosísima quiere destruir familias, pero también un pueblo y una lengua y una historia), la posibilidad de hablar de viva voz con los ucranios, de escuchar de primera mano las historias de individuos que van sobreviviendo como pueden o que toman como pueden parte en la resistencia, puede adquirir un valor que los escépticos no intuyen. Quizá logre, como mínimo, recordarle a un mundo distraído y agotado, cuya atención se dispersa todos los días y cuya capacidad para el sufrimiento ajeno es comprensiblemente limitada, esa verdad sencilla: para los ucranios, la guerra sigue.
Si no podemos darles nada más, démosles por lo menos el breve obsequio de nuestra atención. No es poca cosa, me parece, y me lo confirman decenas de conversaciones que he tenido desde que empezó la agresión de Rusia. La atención a la que me refiero no es solo la voluntad de correr los velos de las abstracciones del conflicto, de las estadísticas de los muertos sin nombre, de la geopolítica que les permite a todos tener o fingir que tienen una opinión informada sobre esta guerra. La atención consiste también en cobrar conciencia del poder enorme que tiene la propaganda: la narrativa —para usar esa palabreja que ya comienza a cansarnos— de la Rusia que no es agresora ni imperialista, sino agredida por una alianza occidental, y que no ha cometido crímenes de guerra contra un país libre que sólo quiere seguir siéndolo, sino que trata de desnazificar (sic) una sociedad atormentada y liberar a sus víctimas.
Hay que cobrar conciencia de eso, digo. Hay que escuchar el relato verídico de estos hombres y mujeres de carne y hueso que hasta hace poco eran traductoras o profesores de lengua española o estudiosos de la literatura de los Andes americanos, y hoy se han visto convertidos, como nos dijo uno de ellos, en un verdadero frente informativo. Así ocupan más horas de las que sería saludable: combatiendo la desinformación, la mentira, la distorsión y la grotesca propaganda. “Nos hemos convertido en soldados de prensa”, dijo Oleksander Pronkevich, experto en Don Quijote. Soldados, sí, porque esto es una guerra. Pero sus únicas armas son las palabras; y en este caso, además, son las de nuestra lengua.
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