La corrupción y los partidos
La rapidez de reacción de los partidos y los involucrados en casos recientes contrasta con el inmovilismo de etapas anteriores
Tras una larga etapa de casos de corrupción en cascada en el ecosistema político español, en particular vinculados al PP durante la segunda década del siglo XXI, el problema ha descendido varios puestos desde hace años en la clasificación de las preocupaciones ciudadanas. Cuando EL PAÍS destapó el 31 de enero de 2013 la caja b con la que el PP, entonces en el Gobierno, se había financiado ilegalmente durante casi dos décadas, la corrupción se coló justificadamente entre los cinco problemas principales de los españoles y allí se quedó durante bastante tiempo. Aquel comportamiento inaceptable del partido en el Gobierno acabó castigado en una sentencia de la Audiencia Nacional —caso Gürtel, etapa I—, desencadenante de la primera moción de censura exitosa de la democracia en 2018. No fue la sanción de la calle ni la de los medios, sino la justicia quien castigó al partido. Ahora la corrupción figura por debajo del décimo lugar en la lista de preocupaciones de los españoles.
Algo de aquel sucio aroma ha vuelto a la actualidad a través de casos conocidos en los últimos meses, convenientemente alimentado por partidos políticos que difunden exageraciones y deformaciones destinadas a reactivar la percepción de que la corrupción ha regresado como pandemia a la política. En realidad, la lucha contra la corrupción ha experimentado grandes avances en España: la corrupción seguirá existiendo, pero la calidad de una democracia se mide por su capacidad de reacción contra ella. Grandes banqueros, empresarios, sindicalistas, ministros, presidentes autonómicos o alcaldes han acabado en la cárcel por corrupción. El propio rey emérito Juan Carlos I ha pagado con su autodestierro las sospechas de un comportamiento corrupto.
Nada de eso significa que debamos bajar la guardia. La democracia ha aumentado sensiblemente su rechazo hacia la corrupción, y algunos casos recientes son ilustrativos. La exdirectora de la Guardia Civil, María Gámez, dimitió sólo unas horas después de que su marido recibiera una citación como investigado en un caso de corrupción. Alberto Casero, el diputado del PP que se equivocó de voto y permitió la aprobación de la reforma laboral, dejó su escaño sólo unas horas después de que el Supremo le abriese una causa penal por su gestión como alcalde de Trujillo (Cáceres). El PSOE obligó a su diputado canario Bernardo Fuentes Curbelo —apodado Tito Berni— a entregar su acta a las pocas horas de conocerse una investigación secreta en Canarias basada en las estafas de un exdelincuente a políticos y empresarios de las islas.
Las tres reacciones ejemplares encarnan una nueva intolerancia sistémica, por mucho que esos mismos partidos, en otros casos, hayan podido tener actuaciones menos expeditivas y acertadas. Tampoco los códigos éticos de las distintas formaciones han llegado a resolver del todo el problema: demasiadas veces basta una mala excusa para dejar en papel mojado el compromiso alcanzado por escrito. Queda todavía camino por recorrer, por tanto, pero sería mezquino no reconocer que la lucha contra la corrupción ha dado resultados positivos cuando el desánimo regresa con nuevos casos, tanto si son amplificados por políticos encerrados en sus burbujas de estrategia electoral y por sus medios afines como si no.
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