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Columna
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Capitalismo por la paz mundial

OpenAI ha usado la propiedad intelectual de miles de millones de programadores, autores y creadores sin permiso, crédito y compensación

Sam Altman, cofundador de OpenAI, en una imagen de archivo de 2017.
Sam Altman, cofundador de OpenAI, en una imagen de archivo de 2017.LUCY NICHOLSON (REUTERS)
Marta Peirano

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Pocas frases describen el momento actual —lo decía en Ideas Enric González— como la que abre Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. Cuando la publicó en 1859, Dickens quería ilustrar una realidad tan compleja que puede contener dos ideas contradictorias al mismo tiempo. Que la revolución industrial nos había traído simultáneamente prosperidad y miseria, imperio y revolución.

Todas grandes innovaciones contienen la misma semilla, pero hoy entendemos mejor la relación entre tecnología y poder. Sabemos que la paradoja es en realidad fruto de una distribución capitalista de los recursos. Sabemos que la privatización y centralización de recursos favorece los monopolios, aumenta las desigualdades y, a la larga, atrofia la innovación. En 1983, en plena revolución informática, un investigador del MIT se inventó una fórmula para que los nuevos programadores pudieran colaborar, independientemente de que estuvieran trabajando en universidades, garajes, empresas, instituciones públicas o casas ocupas, sin que su trabajo fuese secuestrado por la élite financiera o los monopolios tecnológicos como IBM o Microsoft. Se inventó una licencia alternativa al Copyright de “todos los derechos reservados”, llamada Licencia Pública General (GPL).

La GPL permite que un código pueda ser distribuido, compartido, modificado, adaptado y hasta vendido sin permiso de nadie y sin pagar a nadie, con dos condiciones: los autores serán reconocidos y todos los derivados serán licenciados bajo la misma Licencia Pública General. Eso significa que Microsoft puede usar un código desarrollado por hackers en una casa okupa de Friedrichshain sin pagarles un duro, pero todo lo que haga con ese código tiene que ser también GPL. De ese modo, el tiburón se pueden beneficiar del trabajo ajeno, pero está obligado a compartir sus mejoras con los demás. Pero no está en la naturaleza del tiburón compartir beneficios. Por eso se inventó el código abierto, que permite coger sin devolver.

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En su manifiesto de origen, Open AI se anunció como una ONG “dedicada a avanzar en la inteligencia artificial de una manera segura y beneficiosa para toda la humanidad”. Con ese propósito se comprometían a colaborar abiertamente con otros desarrolladores y “abrir sus patentes y sus investigaciones al público”. Bajo una licencia GPL, eso significaría que todos los elementos que conforman ChatGPT estarían abiertos al escrutinio de los usuarios, la crítica de los especialistas y la mejora de la competencia para beneficio común. Bajo la dudosa etiqueta de “abierto”, Sam Altman y su equipo han usado la propiedad intelectual de miles de millones de programadores, autores y creadores sin permiso, crédito y compensación para crear una nueva plataforma tan privada, centralizada, opaca y extractiva como Facebook. No sin antes cambiar su estatus de empresa sin ánimo de lucro a OpenAI Inc., duplicar su valor de mercado y empezar a recaudar fondos con una valoración de 29.000 millones de dólares. Lo que no significa que ChatGPT no sea increíble, capaz de traer prosperidad y miseria, imperio y revolución.

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