Treinta y tres
Un día, pensando en Rubén y en si cuando me reencontrara con él iba a seguir casi imberbe, googleé qué edad tenemos en el cielo
La primera vez que vi a un familiar suyo después de volverme a Aranjuez fue en Navidad. Su padre, que tiene una tienda de electrodomésticos, me trajo a casa la olla exprés que me echó mi madre de Reyes.
Cuando le abrí la puerta me sorprendí porque Almacenes Toledo tuviera servicio de reparto. Mi generación, como todas las anteriores, tiene la sensación de estar fundando el mundo; la peculiaridad es que nosotros la tenemos por cosas ridículas, como llamar poliamor a ser un golfo o pensar que el servicio a domicilio lo inventó Glovo. Pero esa es otra historia.
El caso es que cuando su padre me trajo la olla, me sorprendí por el servicio y porque peinara canas, porque en mi cabeza seguía teniendo la edad de cuando venía a por Rubén a los cumpleaños. Ni él me reconoció ni yo le dije quién era, para no recordarle la edad que tendría su hijo si no se hubiera subido a ese coche.
Rubén era el niño más simpático de mi clase en el colegio y fue el chaval más alegre de mi clase en el instituto. Se iba con Armando, Pablo e Iván, y cuando me eché un novio del C, Rubén empezó a referirse a él como “el palurdo”, porque también era el más zalamero. En el colegio sacaba muy buenas notas, en el instituto las sacó peores, pero los profesores lo querían tanto como nosotros porque por encima de un estudiante mejor o peor, Rubén era un buen chaval.
Eso pensé el día que, recién estrenados los 20, me tocó ir al tanatorio a darle el pésame a su familia: que el mundo se perdería un buen hombre. También que una madre nunca debería pasar por lo que estaba pasando la suya y por eso, como escribió Sergio del Molino, existe la palabra huérfano pero no hay un término para designar a los padres que pierden a sus hijos.
La segunda vez que vi a un familiar suyo después de volverme al pueblo fue a ella, a Mari Carmen. Nos cruzamos en el ambulatorio, ella con un volante en la mano, yo con una tripa de ocho meses, y entonces sí que la saludé y le dije quién era. De camino a casa me arrepentí por si se había quedado, como yo, pensando en si Rubén tendría o no hijos a esas alturas o en qué nombres les habría puesto a los nietos que no tuvo tiempo de darle.
Como sucede con la vida, que se renueva con cada nacimiento y por eso cada nacimiento es único, la muerte también renace con cada ausencia, y por eso cada ausencia es particular. Pero cuando muere alguien que, como Rubén, tenía el camino recién estrenado, hay dos cosas que siempre pasan: que es inevitable imaginar cómo lo habría recorrido y que resulta complicado que el dolor por haberlo perdido dé paso a la gratitud por haberlo tenido cerca.
Un día, pensando en Rubén y en si cuando me reencontrara con él iba a seguir casi imberbe, googleé qué edad tenemos en el cielo. Probé con varias fórmulas, porque se conoce que la teología no es un tema habitual en la plataforma ―”cuál es nuestro aspecto en el cielo”, “cuántos años tenemos en la resurrección”― hasta que me devolvió una cita de San Agustín que dice que en la eternidad tenemos la edad de Cristo cuando murió. Y me alegré, porque eso me dará la oportunidad de conocer tanto a mis abuelas como a él como nunca los conocí, con la edad que tengo yo ahora. Por eso y porque, llegado el momento, podré preguntarle a Rubén qué mote le puso, desde ahí arriba, a quien vino después del palurdo.
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