No hay cambio social sin consentimiento sexual
Pese a sus dolorosos efectos indeseados, difíciles de revertir, la ley del ‘solo sí es sí’ es una respuesta de Estado para luchar mejor contra una plaga
La madrugada del 31 de diciembre, una joven fue violada en una discoteca de Barcelona. Al cabo de pocos minutos, los responsables de seguridad lo detectaron y activaron el protocolo contra la violencia sexual, diseñado por la concejalía de Feminismos y LGTBI del Ayuntamiento. Se alertó a los Mossos d’Esquadra, la joven presentó denuncia y en el Hospital Clínic se le realizó un examen forense cuyos resultados parecen concluyentes. Por desgracia, como saben los profesionales, el caso no era ni mucho menos excepcional. En un 65% de las agresiones, la mujer, antes de ser atacada, se encontraba de fiesta. Así lo habían expuesto pocas semanas antes médicos de este centro sanitario, referente en la atención a las agresiones sexuales. Ese dato era uno más de unas estadísticas que revelan la omnipresencia de la violencia sexual contra las mujeres en nuestra sociedad. No disminuye. Durante los 10 primeros meses de 2022 habían atendido a 556 víctimas, la cifra más alta en 31 años. En toda Cataluña, los casos han aumentado un 25% con respecto a 2019.
Es la punta del iceberg. No perdamos la perspectiva porque es peligroso imponer un escenario de pánico social. A pesar de sus dolorosos efectos indeseados, difíciles de revertir, la redacción de la Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual, que obtuvo un considerable apoyo parlamentario, es una respuesta de Estado para luchar mejor, hasta donde sea posible, contra una plaga.
El pecado original de la ley del solo sí es sí fue que el impulso legislador estuvo cautivo desde el primer momento por las reacciones a la sentencia de la Audiencia Provincial de Navarra en el caso de La Manada. No importó que el Tribunal Supremo revisase la sentencia meses después y sí condenase por agresión. La lógica indignación social y la consecuente ola mediática provocaron que el Ministerio de Igualdad de un Gobierno progresista asumiese las demandas de populismo punitivo de una opinión pública conmocionada. No había clima ni predisposición política para debatir en profundidad ni para legislar con el máximo rigor. Aunque penalistas y criminólogos pongan en duda la efectividad de estas medidas desde hace años, lo urgente era legislar para punir.
Las cosas podrían haber sido de otra manera. Hace una década, se produjo en Suecia un suceso con una repercusión equiparable al de La Manada. En octubre de 2012, una adolescente de 15 años acudió a una fiesta, tres jóvenes de 19 años la agredieron sexualmente (la penetraron con una botella) y medio año después, en primera instancia, el juez absolvió a los acusados de agresión con este razonamiento: “Las personas involucradas en actividades sexuales hacen cosas naturalmente al cuerpo del otro de manera espontánea, sin pedir consentimiento”. En segunda instancia serían condenados, pero eso no evitó el surgimiento de un fuerte movimiento de protesta que reclamó un cambio legislativo: el reconocimiento de que el sexo sin consentimiento equivale a violación. Suecia es uno de los países con la tasa de violaciones más alta del mundo.
En los meses previos a las elecciones generales de 2018, el consentimiento se situó en el centro del debate y así maduró el consenso que permitió la aprobación de la nueva ley. Dos años después, el Consejo Nacional Sueco para la Prevención de la Delincuencia evaluó resultados. Desde el punto de vista judicial, se constató que menos delitos habían quedado impunes. En dicho informe no se ocultaba que hay casos en los que existen dificultades para probar si el consentimiento se había producido o no o si los acusados sabían si la víctima no quería participar de la relación. Pero el análisis era positivo porque, ahora sí, podían ser condenados violadores que se aprovechan del miedo paralizador que sufren sus víctimas o del estado físico que puede impedirles responder a la agresión. Tan o más relevante que ese aumento de las condenas ha sido la asunción por parte de las víctimas que ellas no son culpables de su dolor. Es la demostración que el cambio de paradigma que introduce el consentimiento puede activar la toma de conciencia civilizatoria. Es un buen camino.
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