_
_
_
_
columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Confesión

Mi atrevimiento libidinoso, machista, heteropatriarcal y todo lo peor que ustedes quieran era flagrante. Me veía ante el juez, rogando clemencia

Interior de la cabina de un avión de Iberia Express, en mayo de 2020.
Interior de la cabina de un avión de Iberia Express, en mayo de 2020.EFE
Fernando Savater

Para descargo de mi conciencia, que no me deja dormir (y yo suelo dormir bien), confieso de manera voluntaria y aceptaré sin rechistar la pena que me corresponda. Estos son los hechos. A la vuelta de Bruselas nos tocaron a mi mujer y a mí en el avión asientos separados. El mío estaba en la fila ventipocos, el suyo en la treinta y tantos. El vuelo iba lleno, abundaban las familias con niños pequeños, se oían lloros, rabietas y carcajadas de ingenua felicidad. La vida, vamos. Pese al barullo me dormí enseguida (esto era antes de sentirme culpable, entonces yo aún dormía bien). Me despertó una urgencia trivial y algo atontado fui al WC, a la cola del aparato. Cuando volvía, pasando por la fila treinta y pico, vi de espaldas a mi mujer en el asiento del pasillo: con su pelo a lo Louise Brooks, enérgica y suave, concentrada en su smartphone, supongo que en modo avión. ¡Qué tentación! Al pasar a su lado, sonriendo hacia dentro, acaricié su cuello inclinado y pellizqué traviesamente el lóbulo de su orejita. Se sobresaltó, levantó la vista bruscamente y comprendí, pese a su odiosa mascarilla, que no era mi mujer. No me detuve a dar explicaciones, la gente iba y venía, volví apresuradamente a mi asiento e hice un acto de contrición perfecta. Luego, me resigné a la denuncia de mi víctima.

Esperaba el grito acusatorio de Donald Sutherland al final de La invasión de los ultracuerpos. Mi atrevimiento libidinoso, machista, heteropatriarcal y todo lo peor que ustedes quieran era flagrante. ¿Quién iba a creer mi frágil excusa, cuando mi mujer dormía junto a la ventanilla sin poder hablar a mi favor? Me veía ante el juez, rogando clemencia: “¡No fue violación, lo juro! ¡Metí la pata… pero nada más!”. Nadie me acusó. Empero, me sé culpable: ¿abuso?, ¿agresión? No hubo consentimiento, pero tampoco rechazo: ni “sí es sí” ni “no es no”. Todo lo más un sí es no es…

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_