Confesión
Mi atrevimiento libidinoso, machista, heteropatriarcal y todo lo peor que ustedes quieran era flagrante. Me veía ante el juez, rogando clemencia
Para descargo de mi conciencia, que no me deja dormir (y yo suelo dormir bien), confieso de manera voluntaria y aceptaré sin rechistar la pena que me corresponda. Estos son los hechos. A la vuelta de Bruselas nos tocaron a mi mujer y a mí en el avión asientos separados. El mío estaba en la fila ventipocos, el suyo en la treinta y tantos. El vuelo iba lleno, abundaban las familias con niños pequeños, se oían lloros, rabietas y carcajadas de ingenua felicidad. La vida, vamos. Pese al barullo me dormí enseguida (esto era antes de sentirme culpable, entonces yo aún dormía bien). Me despertó una urgencia trivial y algo atontado fui al WC, a la cola del aparato. Cuando volvía, pasando por la fila treinta y pico, vi de espaldas a mi mujer en el asiento del pasillo: con su pelo a lo Louise Brooks, enérgica y suave, concentrada en su smartphone, supongo que en modo avión. ¡Qué tentación! Al pasar a su lado, sonriendo hacia dentro, acaricié su cuello inclinado y pellizqué traviesamente el lóbulo de su orejita. Se sobresaltó, levantó la vista bruscamente y comprendí, pese a su odiosa mascarilla, que no era mi mujer. No me detuve a dar explicaciones, la gente iba y venía, volví apresuradamente a mi asiento e hice un acto de contrición perfecta. Luego, me resigné a la denuncia de mi víctima.
Esperaba el grito acusatorio de Donald Sutherland al final de La invasión de los ultracuerpos. Mi atrevimiento libidinoso, machista, heteropatriarcal y todo lo peor que ustedes quieran era flagrante. ¿Quién iba a creer mi frágil excusa, cuando mi mujer dormía junto a la ventanilla sin poder hablar a mi favor? Me veía ante el juez, rogando clemencia: “¡No fue violación, lo juro! ¡Metí la pata… pero nada más!”. Nadie me acusó. Empero, me sé culpable: ¿abuso?, ¿agresión? No hubo consentimiento, pero tampoco rechazo: ni “sí es sí” ni “no es no”. Todo lo más un sí es no es…
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