Mi amigo y John Ford
Ganan las personas, despojan de significado cualquier cosa: convierten los nombres en lo que quieren, en lo que son
Francis Feeney (Maine, 1881-Los Ángeles, 1953) fue una estrella del cine mudo que terminó como tantas, salvo poquísimas y legendarias excepciones, semiolvidado después de la aparición del sonido (esa historia siempre me obsesionó: como si se deja de jugar al fútbol de un día para otro y, cinco años después, sus dioses de culto extinguido viven despechados en sus mansiones luchando contra el olvido y mendigando apariciones en televisión al borde de la locura).
Al joven Feeney le llegó su oportunidad porque un día un actor protagonista, borracho de la noche anterior, faltó a una función de teatro. Feeney lo bordó y los diarios le citaron, pero el libreto no pudo ser cambiado a tiempo, así que los aplausos se los llevó él con el nombre del actor al que sustituyó, que por suerte también se llamaba Francis, pero con otro apellido: Ford. Entre el éxito y su apellido, Feeney eligió el éxito: pasó a llamarse Francis Ford. De paso, a fuerza de costumbre, el nuevo apellido le fue endosado a su hermano pequeño, John Feeney, al que llamaron John Ford.
Años después, John Ford recibió en un rodaje la visita de un hombre que quería un papel para su siguiente película. “Muy bien, ¿usted cómo se llama?”, le dijo. “Frank Feeney”, respondió él. “Qué casualidad, el mismo nombre que mi hermano”. “¡Ya lo sé! Yo soy el verdadero Francis Ford, el actor que no pudo actuar el día del estreno”. Así se llamó el resto de su vida, como se cuenta en esa obra maestra de libro que le dedicó Peter Bogdanovich a Ford (John Ford, Hatari Books).
La impresionante naturalidad con la que asimiló Francis Ford su nuevo nombre me recordó otra historia, esta personal. Sucedió hace 20 años en mi salón, cuando estábamos reunidos los de siempre muertos de aburrimiento, y uno dijo: “Vamos a joderle la vida a Miguel Ángel”. Por una razón: no estaba. Estábamos todos, no estaba él. Yo no sé qué códigos se manejan en las pandillas de otras partes; las gallegas solo tienen una norma: intenta estar siempre.
Miguel, más limpio que un pez, tiene fama de ser el tío que mejor huele de Pontevedra; un año se enteró de que su perfume se dejaba de fabricar, llamó a centrales de todos los países y encargó hasta donde pudo para prolongar aquel olor excepcional que, supimos cuando derramó la última gota, ya era el olor natural de su piel. A veces lo llamo para quedar (“es urgente”), nos sentamos en la plaza da Leña, él se impacienta (“bueno, qué me querías”), y yo, aspirando con los ojos cerrados, le digo: “Nada, olerte”.
Pues bien, un día de hace dos décadas se decidió, en su ausencia, empezar a llamarle Choto. Sin más. Una fonética insoportable que remitía a una expresión estigmatizadora: oler a choto. Y empezamos, como lluvia fina: “Choto, hoy quedamos a las seis”, “¿vienes a ver el partido, Choto?”, “¿habéis llamado al Choto?”. De esta manera se fue instalando un clima de confianza en el que se percibiese que a Miguel, en la intimidad, sus amigos le llamaban con cariño Choto, y así, cuando alguien ajeno le cogía familiaridad, le decía ya Choto. Choto era el nombre guay, el nombre de los que estábamos dentro, por tanto se extendió como una mecha. Si quisiésemos hacer una buena acción, no hubiéramos tenido ni la mitad de éxito.
Un año después ya era Choto para siempre. ¿Y él? Asistió al principio con desconcierto al cambio de nombre, no le dio tiempo a reaccionar. Meses después se asomó una noche al Woodstock de Portonovo agachado, haciendo choterías, mientras decía: “¡Aquí llega el Chotillo!”. Había doblado el pulso: incapaz de contener la marea, la hizo suya. Le ganó la batalla a toda una expresión popular. Cada vez que oigo o leo Choto pienso en algo limpio que huele muy bien, el humor más portentoso, el corazón más grande. La palabra me remite a algo agradable que quiero siempre cerca. Ganan las personas, despojan de significado cualquier cosa: convierten los nombres en lo que quieren, en lo que son. Tiene tanta fuerza mi amigo que, de haberle puesto Mussolini, Mussolini sería hoy un nombre que, al escucharlo, nos diese ganas, a las personas normales, de gritarle vivas.
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