Triunfo y caída de Boris Becker
Como tenista fue una figura indiscutible; fuera del ámbito deportivo, entre amores y amoríos, negocios y ruina, recorrió las sucesivas etapas de un largo declive
Una de tantas jugarretas que puede hacerle la vida a una persona es arrastrarla a un triunfo temprano, cuando el carácter aún no está lo suficientemente desarrollado como para permitirle al presunto favorecido enfrentarse con sensatez y eficacia a lo que se le viene encima: pingües ganancias de golpe, exposición mediática, dependencia de representantes acaso codiciosos, expectativas desmesuradas, a veces el riesgo de ser instrumentalizado políticamente, a menudo los recelos y envidias de su gremio. No parece que se vaya a cerrar la lista de quienes a corta edad conocen un éxito inusitado y andando el tiempo se precipitan en una sima de degradación o de infortunios, lo que no implica que tal cosa ocurra siempre.
En algún lugar de la hipotética lista consta el nombre del tenista Boris Becker, quien en 1985, a los 17 años, sin ser cabeza de serie, ganó el torneo de Wimbledon. Al año siguiente, el mozalbete volvió a ganar y no sería la última vez. Hasta su retirada en 1999, la suya fue una carrera de éxitos durante la cual acumuló una fortuna considerable. Me acuerdo de él con agrado por dos razones: por su simpática ingenuidad, que inspiró a una legión de imitadores y le mereció el apodo de Bum Bum Boris, y por su renuencia a cumplir el rol de un mito nacional. Como tenista, Boris Becker fue una figura indiscutible; fuera del ámbito deportivo, entre amores y amoríos, negocios y ruina, recorrió las sucesivas etapas de un largo declive que lo llevó a una prisión del Reino Unido por un chanchullo de dinero consumado con escasa perspicacia. Lo excarcelaron anticipadamente la semana pasada. De vuelta en Alemania, le han ofrecido medio millón de euros por una entrevista en exclusiva. Quizá la vida también se haya apenado de él, como nos apenamos otros, y le conceda una segunda (¿o será ya una tercera?) oportunidad.
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