¿Un año histórico?
Los hechos que en 2022 registramos como históricas son el resultado de procesos que llevaban años o incluso décadas incubándose
No acababa de formular el título de esta nota cuando me encontré con la noticia de que la expresión Zeitewende —que podría traducirse como giro epocal— había sido declarada la palabra del año en Alemania. La palabra empezó a formar parte de los titulares de prensa cuando el canciller Olaf Scholz la utilizó en su primera intervención ante el Bundestag tras el comienzo de la invasión rusa a Ucrania. Se trataba del fin de lo que Scholz llamaba “los dividendos de la paz”, que habían permitido reducir el gasto militar tras el final de la guerra fría y destinar los fondos ahorrados a otras inversiones.
El adjetivo “histórico” siempre es problemático cuando se le aplica a acontecimientos recientes. Borges, en un texto fabuloso, El pudor de la historia, señala que los hechos verdaderamente históricos suelen ser pudorosos y pone como ejemplo que aunque Tácito registró la crucifixión de Cristo, no pudo captar la importancia que tendría este hecho para el mundo futuro.
Tal vez no haya que llegar a los extremos de escepticismo de Borges, pero sí se puede pensar que las cosas que en 2022 registramos como históricas (hay otras fuera de las que se han mencionado hasta acá) son el resultado de procesos que llevaban años o incluso décadas incubándose.
La guerra de Ucrania ya había empezado en 2014 con la ocupación de Crimea y con su anexión por parte de Rusia, no reconocida internacionalmente. Otra cosa es que Europa occidental, o parte de Europa occidental, haya optado ese momento por buscar una salida negociada entre Kiev y Moscú, el menos en lo referente a los territorios en el este de Ucrania a través del llamado proceso de Minsk.
En realidad habría que ir hacia más atrás, hasta el discurso de Vladímir Putin en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en 2007, en el que prácticamente puso fin al diálogo de Rusia con la OTAN que había marcado la política de defensa europea desde 1991, año de la disolución de la Unión Soviética y de la independencia de Ucrania, ratificada en un referendo con una mayoría del 90%. Tres años después, Rusia le garantizó a Ucrania el respeto a su soberanía con un tratado en el que a cambio Moscú recibía las armas atómicas que estaban en poder de Kiev.
Rusia aceptó incluso, con la firma del acta Rusia-OTAN en 1997, la ampliación de la OTAN hacia el este, lo que abrió el camino a los países del desaparecido Pacto de Varsovia para ingresar en la Alianza. Los primeros en dar ese paso fueron Polonia, la República Checa y Hungría en 1999, Luego, en 2004, seguirían Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania. Eslovaquia y Eslovenia. Con el ingreso a la OTAN de los tres países bálticos, la alianza llegó hasta las fronteras mismas de Rusia.
En su discurso de Múnich, Putin calificaría la ampliación de la OTAN hacia el este de “provocación”. Un año después vino la guerra de Georgia, también llamada la guerra de los cinco días. El detonante de la guerra fue el apoyo de Moscú a la independencia de dos provincias georgias. Una razón más profunda fue la aproximación de Georgia a occidente — tanto a la UE como la OTAN— que había despertado temores en Moscú.
Con Ucrania, la primera crisis se dio con las protestas contra el entonces presidente Viktor Janukovich después de que este se negara, presionado por Rusia, a ratificar un tratado de asociación con la UE. Esa negativa desembocaría en la llamada revolución naranja, en las protestas de plaza de Maidan, en la dimisión de Janukovich, que se podría definir como pro-ruso en varios sentidos, y en los posteriores intentos de una aproximación a occidente bajo las presidencias de Boris Poroschenko y Zelenski.
La respuesta rusa fue la anexión de Crimea y el apoyo abierto a los separatistas en las provincias de Donesk y Luhansk en 2014. Seis años más tarde, también en la conferencia de seguridad de Múnich y en momentos en que la invasión rusa era inminente, Zelenski pronunciaría un discurso en el que se quejaba que, desde la guerra de Georgia, el mundo occidental había practicado una política de apaciguamiento hacia Rusia que había fracasado como lo mostraba la evolución posterior.
La queja de Zelenski era un dardo en dirección, especialmente a Francia y Alemania. En 2008, los dos países se habían opuesto en la cumbre de Bucarest a un ingreso de Georgia y Ucrania a la OTAN. Los dos países recibieron una -así llamada-perspectiva de ingreso, pero sin fechas concretas debido al veto de París y Berlín. En 2014, en medio de la crisis de Crimea, el entonces ministro de Exteriores alemán, Frank Walter Steinmeier se pronunció otra vez en contra de un ingreso de Ucrania a la alianza diciendo que había “tener cuidado de no echar más leña al fuego con determinadas decisiones”.
Paralelamente, pese a la anexión de Crimea, las relaciones comerciales entre Alemania y Rusia —ante todo en materia energética— había seguido su curso normal e incluso, contra la oposición de muchos de los aliados en el este de Europa y de EE UU, se había decidido por construir un segundo gasoducto, el Nord Stream II, que llevase gas ruso a través del Báltico hasta la cosa alemana. En buena parte se trataba de la prolongación de un viejo principio de la política exterior alemana que venía desde los tiempos de Willy Brandt que partía de la base de que las relaciones económicas y la existencia de intereses comunes podían facilitar la resolución de problemas políticos.
Tras el comienzo de la invasión, Alemania empezó a despedirse de esa idea, lo que podría tal vez un carácter más “histórico” que el aumento del gasto militar, y tuvo que empezar a resolver el problema de la dependencia energética de Rusia que había creado durante años. Con la llegada del invierno han aumentado los temores frente al aumento de los precios de los costos de la energía y de la calefacción, que el Gobierno procura paliar con diversas medidas de ayuda que tienen costos de miles de millones de euros, con poco menos pudor que los dividendos de una paz que hoy está refundida.
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