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Columna
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Yo soy una ópera. Una revuelta. Una amenaza

A menudo las mujeres autoras estuvimos mudas. Fuimos, recuperando al personaje de Hustvedt, solitarias e incomprendidas

Helene Schjerfbeck, autorretrato con mancha roja. 1944.
Helene Schjerfbeck, autorretrato con mancha roja. 1944.

Ahí va una paradoja: al acabar la carrera quise que mi proyecto final de pintura versara sobre el silencio. Partía de la incapacidad de encontrarlo en mi día a día (de vivir en una familia que piensa que podemos escucharnos aunque estemos en habitaciones separadas por tres muros, pasé a hacerlo en una residencia de mujeres situada enfrente de Capitanía General y, después, viví en un minúsculo piso de estudiantes donde, sin un balcón que diera a la calle y con la televisión puesta a todas horas, cuatro mujeres empezábamos a descubrir nuestros cuerpos) y de la torpeza de no saber encontrarlo en los libros a los que me acercaba. A todo lo que fui capaz de llegar fue al proyecto 4′ 33″ de John Cage (la pieza tiene una duración de cuatro minutos y treinta y tres segundos en los que el o la intérprete ha de obedecer al mandato del silencio), pero yo era pintora figurativa, con lo que se hacía complejo tirar de aquel hilo. Pintaba en rojos y sabía por Cage que, incluso encerrada en una cámara anecoide, no podía desaparecer del todo porque nunca iba a poder estar totalmente en silencio: mi propio cuerpo iba a traicionarme. Dijo Cage después de salir de la cámara: “Oía dos sonidos, uno alto y otro bajo. Cuando se los describí al ingeniero a cargo, me informó que el alto era mi sistema nervioso, y el bajo mi sangre en circulación”.

Como cualquier otra mujer de poco más de 20 años, también me dejé arrastrar por las buenas costumbres. Por lo que se esperaba de mí. Y en esa búsqueda del silencio, lo acabé banalizando. Lo romanticé. Durante gran parte de mi vida, el silencio (que debería haberme estallado en las narices si hubiera estado atenta a las cosas y, en lugar de querer gustar a los hombres, hubiera buscado a mis semejantes en los libros, en las calles o sobre las telas) al que me acabé entregando fue el más tóxico: el propio.

Hoy ha venido al taller una mujer que se dirigió directamente a una pared llena de grabados y se quedó mirando una pieza. “¿Es tuyo?”, me ha preguntado señalando un retrato de Joyce Maynard. Le he dicho que sí y he vuelto a pensar en nuestra mudez. En cómo se ha impuesto durante siglos sin que nosotras hayamos podido hacer nada por evitarlo. “Yo soy una ópera. Una revuelta. Una amenaza”, escribe en su diario el magnífico personaje de la pintora que experimenta con el género creado por Siri Hustvedt en El mundo deslumbrante. Sigue: “Sospechaba que, de haber venido yo a este mundo con otro envoltorio, mi obra habría tenido aceptación, o, al menos, hubiera sido tomada en serio”. A menudo las mujeres autoras estuvimos mudas. Fuimos, recuperando al personaje de Hustvedt, solitarias e incomprendidas.

Durante mucho tiempo me dediqué a pintar a mujeres sin boca, las mudas, las llamaba. Llegué a pintar una de tres por tres metros en los Monegros. Tenía la cara de color rosa. Después construí un personaje que intenté que contuviera a todas las mujeres que me habían permitido alejarme de mí misma y construirme desde un lugar más rico y combativo. Mi personaje contenía a Anne Sexton y su fisicidad, a Clarice Lispector y ese tener que esforzarse por entender que tenemos un cuerpo al que podemos amar y dar placer, que puede ser paseado enfundado en un bañador rojo sin temer a la opinión ajena, a Maria Luisa Bombal y la mujer amortajada que el día de su entierro entiende cómo de injusto ha sido el mundo con ella por el simple hecho de haber nacido mujer, a Teresa Wilms Montt, a Camille Claudel, a Sylvia Plath, a Gabriela Mistral, a Emilia Pardo Bazán.

Hablaba de las buenas costumbres, de la mujer que quiere ser autora y acaba ocupando el lugar de musa con una sonrisa en la boca. El mío, mientras buscaba el silencio en ese lugar equivocado banalizado por el amor romántico, fue el de musa barata. O el de musa de baratija, algo que me hacía sentir todavía más miserable. Ahora me parece cómico.


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