Gorda
Estamos hasta el moño de vivir dentro de un pasodoble. Y no nos confundamos: este cuestionamiento de dañinas costumbres públicas no rebaja la felicidad cuando personas cercanas te dicen lo guapa que estás y lo mucho que te quieren
El otro día vi una viñeta de Flavita Banana en plena calle. Como si las personas que protagonizaban la estampa se hubiesen fijado en una imagen dibujada previamente y la representasen. Y es que siempre vamos del caro al coño y del coño al caro. Con la percepción de lo real intervenida por imágenes que nos amueblan el espíritu. Espíritu: materia gaseosa que alimenta el cuerpo. Flatulencia, burbuja en el torrente de la sangre, información genética, sustancia del saber almacenada en los sesitos. Las mujeres también tenemos de eso. La viñeta: dos transportistas fingían no mirar a una chica gorda ―reivindico la palabra y la realidad que designa―. La chica notó que la estaban repasando y se concentró en sus pies. El disimulo del escáner de los transportistas no nace de una ola de puritanismo atroz, sino de la necesidad de que no nos ocurran ciertas cosas por la calle: a los 30 años y con las turgentes tetas libres bajo la blusa, un hombre me grita “Ponte sujetador”; a los 40 años, delgadita, otro me insulta: “Qué pena de culo”. Abundancia o escasez, todo se reconvierte en recriminaciones e insatisfacción. Invasión de un espacio público en el que las mujeres antiguas cambiábamos de acera. Hoy cuestionamos el derecho a valorar ―jalear, denigrar― los cuerpos femeninos en voz alta y quizá por eso los transportistas disimulan, aunque al final se atreven alarmados por el culo femenino: “Hay que ver…”.
En mí no repararon: mi índice de masa corporal es vulgar y tengo 54 años. Puedo radiografiar sin ser detectada. Reconvierto mis invisibilidades en prebendas, pero no supe descifrar si aquellos hombres expresaban pena o asco; si desaprobaban el cuerpo de la chica y a la chica entera, o lo paladeaban con un deseo reprimido que contravenía las leyes del, a menudo, escuálido deseo contemporáneo ―tampoco quiero desacreditar los encantos geométricos ni la belleza de una escápula que atiranta la piel. La vergüenza y temor de la muchacha quizá partían de sentir la inoportunidad de su carne no canónica en medio de la calle. La vulgaridad de la escena se rompe si enfocamos desde otro ángulo, el de una escritora que hoy les desea una feliz jornada: los transportistas son minúsculos, marrones, están ajados. No se miran a sí mismos. No valoran la posibilidad de que alguien los observe y susurre: “Hay que ver…”. Su desventaja de raza y de clase se une a su desventaja física. A la sucesión de generaciones de trabajadores con las piernas más cortas que los atractivos hijos del duque de Feria. Los ojos de sus patrones ejercen contra ellos una violencia que podemos comparar con la que ellos ejercen contra la chica. Sin embargo, estos hombres, manejando cuerdas y poleas, aún disfrutan de una regalía que les permite sublimar su explotación cotidiana sintiéndose más fuertes al expresarse públicamente ante el aspecto físico de una mujer. Hay cosas peores: “Putas, salid de vuestras madrigueras”, el disimulo de los transportistas se convierte en obscenidad de hombre blanco de clase pudiente desde las ventanas abiertas del colegio mayor Elías Ahúja. Tradiciones. “Pisa, morena, pisa con garbo”: estamos hasta el moño de vivir dentro de un pasodoble. Y no nos confundamos: este cuestionamiento de dañinas costumbres públicas no rebaja la felicidad cuando personas cercanas te dicen lo guapa que estás y lo mucho que te quieren.
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