El presidente del fútbol español y sus ‘wasaps’ sobre los clubes
Rubiales tiene un millón de oportunidades mejores para dimitir que por un mensaje a su padre en un canal privado


Es una lástima que Luis Rubiales, presidente de la Real Federación Española de Fútbol, siga en su cargo cuando debería, después de las revelaciones de El Confidencial publicadas sobre él, estar fuera desde hace tiempo por el bien de todos y de sí mismo. Y es una lástima también que no haya dicho nada en privado, que se sepa, contra el Real Madrid, lo cual aliviaría la credibilidad de este artículo, porque, de haber sido así, y aun no siendo así, podría decirse sin sospecha que publicar los wasaps de un teléfono hackeado por un delincuente para revelar conversaciones privadas entre un hombre y su padre difícilmente puede llamarse práctica periodística, extrañamente puede ser elemento de controversia y apenas puede tener credibilidad: no hay hombre al que más se le mienta que a un padre.
El ejemplo, con la ironía incluida, explica el grado de pureza que se le exige a un ser humano en la esfera pública: hasta el punto de negarle la condición de hijo. Hasta el punto de que ese hombre Rubiales, sentado en la cena de Nochebuena, no pueda separarse de su cargo de presidente de la federación ni wasapeando con su padre cualquier día sin dejar de adoptar un tono institucional. “¿Qué tal has comido en ese restaurante que te recomendé, hijo?”. “No puedo hablar por WhatsApp, veámonos en un sótano de las afueras”. Rubiales ha tenido un millón de oportunidades mejores para dimitir que por lo que ahora le diga a su padre en una intimidad filtrada. Pero pretender que nuestra ejemplaridad pública dependa de lo que les digamos a nuestros padres, a nuestros amigos o a nuestra novia por WhatsApp, que de repente nuestra proyección pública tenga que sostenerse por lo que le decimos en privado a la gente que más queremos, con el tono con el que llevamos hablando con ellos desde hace 30 años, con el contexto que llevamos construyendo con ellos 30 años, y aun sin todo eso, es tolerable en la medida en que los que acusan soporten ese grado de vigilancia religiosa: ¿estamos al nivel de nuestra pretendida altura moral cuando hablamos en privado con nuestros padres? ¿Podemos en algún momento comportarnos como humanos que no son observados por los demás, con nuestras debilidades, nuestros gustos particulares, hasta nuestros defectos, e incluso comportarnos como inmaduros, o decir verdades incómodas, o simplemente recordar, como cuando éramos niños, que odiamos al Madrid, al Sevilla, al Pontevedra o a quien sea, sin que el contenido de esa conversación —¡con nuestro padre!— signifique que vamos a hacer lo posible para hundirlos?
El de Rubiales es uno de los casos más llamativos, con sus divertidas diferencias, de una época en la que parece estar prohibido ser un gilipollas sin graves consecuencias sociales o legales. Lo bonito es contestar, como ya se hace. Lo difícil de justificar es sacar a la Fiscalía de la cama para intentar empapelar a un grupo de machistas gilipollas de un colegio mayor o a un grupo de música que hace humor dudoso sobre la Guerra Civil, o que se pronuncie la Comisión Europea sobre el chiste estúpido de un futbolista bastante perdido. Nada de eso es delito; todo lo más, mal gusto. En cuanto a Rubiales, cuesta imaginar que todos los que hoy están con el dedo levantado acusándolo de filias y fobias privadas compartidas con su padre puedan soportar, en cualquier cargo, semejante escrutinio. Salvo que renuncien al llegar a determinada posición a hablar con su familia en privado. Precio curioso.
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