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TRIBUNA
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Héctor Abad y las razones del corazón

Se podría pensar que la última novela del escritor, tan llena de vida, tan amenazada de muerte, es, en definitiva, la tumba de su padre

Hector Abad
Héctor Abad Faciolince, en su estudio de Medellín (Colombia) en 2020.Jorge Panchoaga

El escritor de Medellín no tiene igual a la hora de abrir una ventana panorámica sobre su Colombia. Es cierto que, como muchos novelistas, a fortiori latinoamericanos, fue y es también periodista. Incluso sacó un diario, Lo que fue presente (2019), que podría traducirse como Le présent du passé (por si a alguna editorial francesa le interesa). Nosotros lo conocemos a través de sus dos grandes novelas, El olvido que seremos (2006), un canto de amor a su padre asesinado por sicarios a sueldo de “quién sabe quién”, que era médico higienista y... presidente de la Liga de Derechos Humanos de Medellín, y La Oculta (2014), que esboza un retrato de su tierra natal y su genealogía presa del inmenso poder destructivo de las milicias armadas de Colombia. Sin olvidar su maravillosa obra Traiciones de la memoria (2009), una investigación policial sobre un soneto de Borges y que da la clave de su escritura, porque Héctor Abad Faciolince es un hombre de memoria y archivo, que no olvida nada, registra y toma nota de todo, para arrojar algo de luz sobre la historia, incluso con H mayúscula. En este comienzo de otoño aparece en España su tercera novela, Salvo mi corazón, todo está bien (360 páginas), y con ella el asombro de un lector que oye hablar de ella y comentar todo su valor.

Se trata, por lo tanto, de una historia del corazón. Y, como dice el autor, “todo lo que se puede escribir sobre el corazón se convierte en imagen y metáfora”. El corazón con toda su fisiología, y cuyo mecanismo y funcionamiento conoceremos después de leer este libro, pero también el corazón con todas “sus razones que la razón no conoce”, como dijo Pascal, y estas razones se llaman Dios y la fe, desde luego, pero también y, sobre todo, en amplitud, en plenitud, el amor. Con Héctor Abad Faciolince tenemos siempre, en el sentido más noble, más amplio, más fuerte, el Amor en toda su majestuosidad. Seis personajes encuentran aquí a su autor. Por un lado, dos sacerdotes —uno imbuido del amor de Dios y de todos los seres, y el otro del amor (físico) del hombre y de Dios en asombrosa simbiosis— y un escritor que se propone escribir la biografía del primero. Del otro lado, tres mujeres, una italiana, una india (o nativa, como él prefiere decir) y una colombiana judía. Todos los personajes estrechamente entrelazados dentro de la misma trama sabiamente tejida.

El centro del libro lo ocupa este sacerdote, Luis Córdoba, llamado El Gordo, un gigante de 1,88 y 135 kilos, un auténtico árbol claudeliano, hombre de fe y sabiduría, de voz fuerte, voz de roble —como Alain Cuny en Tête d’or— mamando por todas sus hojas la palabra divina en perfecta verticalidad, sin olvidar jamás su deber y su gusto secular, en perfecta horizontalidad, como dibujan los dos maderos de la cruz. Este hombre, de cuerpo puro, inmaculado, totalmente empapado de bondad y de amor humano y divino —por él, exactamente igual—, conocerá su noche oscura y su vía crucis. Porque su corazón está cansado de irrigar su gran cuerpo, por lo que crece desmesuradamente, y un buen día un joven médico amigo suyo, a quien El Gordo trae de un viaje a Alemania (donde se formó como sacerdote) un estetoscopio último modelo, lo ausculta y ve que su corazón ya no se mantiene en su lugar y que ahora se percibe debajo de la axila.

Este gran corazón está grave, muy grave, irremediablemente grave. Es candidato, como dice nuestro sistema sanitario, a un trasplante de corazón. Pero, ¿dónde encontrar un corazón a su medida? Además, debe abandonar la casa que comparte con un sacerdote, Lelo, que es su amigo más querido y su cómplice, y a quien, por el contrario, le gustan los hombres, gay con una fe atormentada. El Gordo, como le llaman, ya no puede subir a su piso, ni subir escaleras; el esfuerzo sería fatal. Es entonces cuando interviene el tercer hombre, Joaquín, su cómplice en las sesiones de cine que acoge Córdoba; este sacerdote es un célebre crítico de cine y animador de un cineclub (al igual que en Rennes, un cura, Jean Sulivan, animó el cineclub de la ciudad durante años). Este Joaquín, que se ha divorciado de su mujer recién llegada de Italia, Teresa, le propone mudarse a su casa familiar, en una planta baja y sin escaleras. Teresa, pues, acogerá al Gordo en su casa, y lo instalará cerca del teléfono a la espera de un hipotético donante. Y allí este sacerdote cincuentón, que nunca ha conocido mujer, descubrirá la ternura femenina. La de Teresa, toda platónica, que lo ayuda en su difícil dieta, y la de Darlis, la india que, con talento de curandera, masajeará constantemente el corazón enfermizo, los drenajes linfáticos y similares. En cuanto a la tercera mujer, Sara Cohen, es la amiga fiel, la confidente, la que discute de igual a igual con este sacerdote atípico, ya sea bromeando con un toque de humor judío, ligeramente provocador: “Jesús es el judío que tuvo la mayor clientela de todos los tiempos”. O que, más en serio, tiende hacia el destino trágico del “pueblo elegido”: “Los judíos están pulidos por el sufrimiento y suavizados por el tormento, como guijarros en la playa. Solo se distingue a los judíos cuando mueren, igual que se distinguen los guijarros de otras piedras; cuando una mano fuerte los lanza, rebotan dos o tres veces en la superficie del agua antes de hundirse”.

Cualquier enfermedad grave provoca una verdadera revolución de la conciencia, del pensamiento. La proximidad de la muerte impulsa hacia un desesperado regreso a la vida. De modo que un corazón recién estrenado devuelve las ganas de vivir, de sobrevivir, representa la oportunidad de una nueva vida. Y he aquí que este sacerdote descubre la belleza, la ternura, el cariño femenino y, sobre todo, con el contacto diario con estos tres niños que lo rodean —dos de Teresa, uno de Darlis— y con los que no deja de jugar, experimenta la inmensa tentación de la paternidad, tan contradictoria con su condición de sacerdote católico. Se sincera con su confidente: “Estos meses me han pasado cosas muy bonitas, Sara. He vivido en una familia verdadera, una familia completa con tres hijos y dos esposas… No lo tomes a mal, pero durante este tiempo, es como si Teresa y Darlis hubieran sido mis esposas, y estos niños, mis hijos”.

Así que este sacerdote de inmensa honradez y gran sabiduría, se promete a sí mismo que, en esta otra vida prometida, se despojará del hábito sacerdotal, se casará con una de las dos mujeres, preferiblemente la indígena, y tendrá un hijo con ella. Con infinito tacto, el novelista, que además abre un verdadero proceso contra la Iglesia romana, plantea el problema y nos lo hace accesible: ¿no es también esta la razón del corazón de la que hablaba Pascal, esta razón secreta y soberana? El autor trata esta ambigüedad con algo de humor, que no deja de chirriar, porque une, mediante un juego de palabras, la FE, en lenguaje médico la Fracción de Eyección, es decir, el porcentaje de sangre que se expulsa con cada latido, y la fe: “Mi problema es la FE, la fe, yo tengo un problema de fe, y definitivamente, necesito tener más fe, más FE”, bromeaba siempre Córdoba la víspera de su operación.

Este corazón, grande en todos los sentidos de la palabra, es, por lo tanto, el dramatis personae de la novela. En esta estela, sin duda pensaremos en el bello relato de Maylis de Kerangal Reparar a los vivos (2014), que narra 24 horas de la vida de un joven víctima de un accidente de tráfico y cuya muerte cerebral permitirá extirpar sus preciados órganos y salvar, mediante un trasplante, algún corazón en las últimas. De ahí este recuerdo, que es un homenaje a la novelista francesa, que también aparece en los agradecimientos del autor al final del volumen: “Recordaba a una amiga suya a quien los médicos habían preguntado, por cada órgano extraído a su hijo, si aceptaba donarlo o no. ¿La piel? Sí. ¿Los ojos? Sí. ¿El corazón? ¡Sí, sí, sí, el corazón también, el corazón también! Pero esta donación de órganos había terminado por quebrarla para siempre, sin que fuera de mucho consuelo el que ahora otros vivan gracias a los fragmentos supervivientes de su joven hijo”.

Pero aquí, cuando el tiempo apremia, ¿dónde encontrar al imposible donante? Habrá que recurrir, entonces, a la innovación quirúrgica de un médico brasileño llegado a Medellín para explicar su “procedimiento”, que consiste en amputar del ventrículo izquierdo una parte sobrante, con el fin de reducir el volumen de su gran corazón, y resulta que podrá… Y el sacerdote reflexiona sobre este nuevo hecho que sacude todas sus creencias: “En nuestra época, al no poder demostrarse la existencia del Espíritu, o del alma, que no puede ser vista ni percibida con ningún aparato, la definición de vida o muerte ha dejado de ser monopolio de la religión, de nosotros los curas; la vida y la muerte las definen ahora los que cuidan, es decir, los médicos, los nuevos sumos sacerdotes que dicen quién sigue viviendo y quién muere”.

Pero, más allá de la precisión fisiológica de la enfermedad cardíaca que sufre, en el espejo de Córdoba, el propio Joaquín, que es el verdadero autor, digamos el promotor, de la narración —y que, por lo tanto, sabe de lo que habla—, el novelista, que ha leído a Balzac y Vargas Llosa, se sumerge en la sociedad colombiana y aborda temas candentes y de gran actualidad, como el celibato de los sacerdotes, la teología de la liberación, la corrupción del poder, empezando por la Iglesia colombiana —cubriendo de vitriolo a uno de los cardenales más destacados del Vaticano—, sin olvidar el narcotráfico y los asesinatos, incluido el del padre de Sara, médico, mira por dónde, como el padre del narrador en El olvido que seremos. Y, sobre todo, una impactante meditación sobre la vida y la muerte, el duelo irremediable. Héctor Abad pasea su espejo stendhaliano sobre todas las capas, a menudo nauseabundas, de la sociedad colombiana. Pero a través de los ojos del sacerdote experimentamos la alegría de la evasión cinematográfica y la verdadera armonía a través de la música, sobre todo de Mozart, que él sabe saborear y que hace amar al mismo tiempo La flauta mágica y el Réquiem, el espíritu mágico y el religioso.

La oración fúnebre de Lelo es, sin duda, uno de los puntos culminantes de esta escritura: “Con la muerte de Luis, queridos amigos, lo que ha muerto para nosotros es su manera exquisita de existir. Esa voz sabia que ahora ya no escuchamos y nunca volveremos a escuchar... Lo que se ha detenido, más que su corazón, es su manera de ser un buen amigo, un buen compañero y también un buen sacerdote, capaz de curar lo incurable sin jactarse de ningún milagro. Su corazón latía en todo lo que era vida y alegría”.

Los capítulos están significativamente separados por corazones rojos, y la narración se construye y se desarrolla al ritmo de las palpitaciones del corazón. Terminaremos esta lectura sin aliento y con los ojos húmedos. Héctor Abad es hijo de un médico ejemplar, de inmensa humanidad y por eso mismo asesinado, y se podría pensar que una novela así, tan llena de vida, tan amenazada de muerte, tan alegórica de nuestra existencia, del “escrivivir” (palabra tomada prestada de Julián Ríos) que hace de cada vocablo una gota de sangre y de cada término vital una promesa de muerte, es, en definitiva, la tumba de su padre. Una novela filial, conmovedora, de intensa emoción entre las mallas de una trama rigurosa y un abordaje científico, y más aún metafísico, de este cuerpo condenado que nos gustaría reparar. Ante la culpabilidad de los que quedan, y que, en esta impotencia que llamamos fatalidad, ven partir al ser querido, es, en definitiva, eso: una novela de reparación.

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